Resulta descorazonador que ni siquiera la emergencia nacional desatada por la pandemia haya impulsado a los grandes partidos a aparcar sus diferencias y a suscribir acuerdos en aras del bien común. Más aún lo es que, transcurrido un año en esa situación excepcional, las formaciones ... políticas no solo sigan presas de un paralizante frentismo, sino que agiten irresponsablemente una aguda polarización al alimentar las posiciones más extremas aun a riesgo de generar un clima irrespirable. Esa indeseable deriva ha cobrado fuerza a raíz del adelanto de las elecciones autonómicas en Madrid tras el vodevil de la fracasada moción de censura en Murcia. Plantear la cita del 4 de mayo como una encarnizada batalla ideológica entre la derecha y la izquierda en la que está en juego nada menos que la democracia, en medio de una retórica apocalíptica que retrotrae al guerracivilismo, solo fomenta las pulsiónes más radicales, de las que poco bueno cabe esperar.
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La presentación como candidato de Pablo Iglesias no solo ha reforzado la ya de por sí ineludible repercusión de los comicios en la política nacional, sino que ha añadido tensión a una pugna que ya se presumía de alto voltaje. El objetivo del líder de Unidas Podemos de convertir las autonómicas en un pulso entre Isabel Díaz Ayuso y él, pese al reducido peso de su grupo en el Parlamento regional y a la frustrada lista conjunta con Más Madrid, ha removido a los sectores conservadores, pero también a las otras fuerzas de la izquierda. Sería por completo contraproducente que, en la dinámica de bloques en la que se decidirán las elecciones, los extremismos de uno y otro lado contagiaran los mensajes en un intento de incitar el voto del miedo. Ese riesgo no solo existe, sino que ha empezado a manifestarse. En la derecha, por la feroz competencia entre el PP y los ultras de Vox, que tienta a Ayuso a escorarse hacia ese costado, lo que compromete el giro al centro anunciado por Pablo Casado. En la izquierda, por la pugna para encabezar una alternativa que desaloje a los populares del poder, aunque con el contrapunto de la moderación del socialista Ángel Gabilondo, ganador en las urnas en 2019.
El país tiene por delante retos demasiado importantes como para dejarse arrastrar por una desaforada crispación que a nada conduce. El 4-M debería ser una oportunidad para plantear salidas factibles a los desafíos pendientes en lugar de un ring en el que repartir exabruptos.
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