Cine negro

Cada vez que cierra una tienda o desaparece un servicio del centro de Logroño, la ciudad muere un poco. Es una defunción al ralentí, apenas inapreciable entre el barullo del día a día, en diferido que diría aquél. El rejonazo, sin embargo, se deja sentir ... en el corazón urbano y ni siquiera la instalación (la mayoría de las veces fugaz) de algún otro héroe que apuesta por la zona es capaz de restituir la simetría. Si todas las bajas son lamentables, la de unos cines como los Moderno resulta aún más acusada. Con el añadido de que no hay una clausura oficializada como tal, sino un cierre que data de noviembre de 2020, empujado como en tantos otros negocios por la pandemia, pero que aún se desconoce si será definitivo. Una desaparición sin pistas, no poder velar el cadáver es en ocasiones más doloroso que un final reconocible. Los Moderno han contribuido a la vitalidad que el Casco Antiguo reclama y merece mientras han estado operativos. Pero no solo eso. Como cualquier otra actividad cultural, los cines llevan adjuntos en su oferta una carga de sensaciones, recuerdos y memoria incomparable al de sus competidores. Ni los que siguen en pie en la periferia ni, por supuesto, los que están al alcance del mando en el salón de casa. Sé que en la pantalla proyectaron Zapatones con Bud Spencer repartiendo zurriagazos la primera vez que pisé el viejo Moderno, pero no encuentro en ningún archivo de mi cerebro la primera película que vimos cuando nos abonamos a Netflix hace casi nada. El resplandor que asoma en esta película que aún no se sabe si catalogarse de suspense o pasará al género del drama es que las instalaciones siguen ahí. Que la piqueta todavía no haya asomado deja un resquicio de luz, aunque todo tenga un regusto a pesimismo y la iniciativa ciudadana alentando a la reapertura o al menos mantener el uso cultural del inmueble resulta encomiable. Solo cabe rociar la esperanza con Menforsán.