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Cine sin barreras

Cine sin barreras

OJO DE BUEY ·

Domingo, 2 de enero 2022, 01:00

Fue el subtítulo que recibió West-Side-Story cuando se estrenó en algunos países en 1962, incluida España: Amor sin barreras. No hizo ... fortuna. Inmediata y universalmente quedó fijado el de West-Side-Story, con sus grafías construidas sobre las escaleras de servicio de los edificios de Manhattan: un título pegado a las paredes de la ciudad, convertidas en escenografía y textura. No sabemos dónde transcurre su drama. Mejor dicho sí, y de una manera congénita para quienes vimos aquella primera versión. Steven Spielberg lo declara en esta segunda: en un espacio dotado por el propio cine, cimentado por la memoria del espectador. West-Side-Story tiene lugar y se celebra dentro de nosotros. En un solar que si en 1961 eran manzanas reales cercanas a lo que sería luego, tras la piqueta y la bola demoledora, el Lincoln Center y aledaños, ahora, en 2019-2021 (los dos años que la película, además, ha permanecido en una cápsula de tiempo por la pandemia), es una extensión onírica, recalificada por el cambio de mundo y de cine. El West-Side-Story de Spielberg sucede en una terrain vague: en la ruinas –digitales– de un mundo y de un cine en el que entramos a vivir y a emocionarnos hace décadas pero que ahora está deshabitado. Literalmente, los Jets y los Sharks –extraordinariamente reinventados, uno a uno, con una verdad asombrosa– emergen de esas ruinas. Como de una muerte anterior, y afloran a localizaciones de una potencia poética (¡las salinas del duelo!, el flash-mob en que se convierte el tema America) que sencillamente te trasladan a un lugar, somewhere, donde ya estuviste (y de los que quedan vestigios: el laberinto de escaleras, la cordada de ropa tendida, los cristales de colores) y a los que regresas ya con una vida hecha en el corazón, para comprobar que formabas parte del relato: que éramos parte, side, de esta historia, que nos concierne. Este West-Side-Story, este absoluto triunfo artístico y moral, arrojado a salas vacías y todavía a un buen puñado de prejuicios críticos (escuché decir a una crítica de Radio 3 que Spielberg había perdido la oportunidad ¡de actualizarla! Si hay una actualización integral, medular, de una obra previa es esto); este repensar aquello se reabsorbe en sombras, que cierran el telón de la película deslizándose, a una velocidad de nubes celéricas, sobre fragmentos de paredes, de suelos, de objetos, de ciudad. En una de las más hermosas secuencias de créditos que yo he visto sobre una pantalla, al hilo de una suite musical de salida, con cuya estela parece que una buena parte de tu vida como espectador pasa por delante de tus ojos. Diseñada por el propio Spielberg como reinterpretación de la mítica secuencia creada por Saul Bass para el primer original (pues este es un segundo original, con todas las de la ley) marca la diferencia tímbrica y cromática con aquél. Ya no hay, digamos, como en la del 61, trazas pop. Aquí Spielberg se vuelca en un romanticismo desaforado, doloroso, un amor fou, casi post-mortem, podría decirse. Y político. Es dura y explota una violencia de rebaño e individual inédita en la historia (el rostro transformado de Tony, la evolución de Chino, ¡qué Riff!, de una delgadez yonqui, frágil, niño, diablo). Pero claro, es Tony Kuhsner (Munich, Lincoln) quien ha reescrito y reordenado. La revisitación se escucha en medio de un laberinto lingüístico hispano-inglés sin precedentes, muy arriesgado (hay que verla en v.o.). Se habla hasta de la menstruación de Maria. Este West-Side-Story, que queda más cerca de Bailando en la Oscuridad de Von Triars o de la Carmen Jones de Preminger, que de un musical Donen, trata de varias bandas de huérfanos, a las que ya también pertenecemos. No hay ni un padre (junto al regreso al hogar de los de tu sangre, tema mayor en Spielberg), y el director le dedica la película al suyo. La rememoración de Spielberg, formidable en todos los sentidos y en algunos portentosa, es producto de un tenor de cine libérrimo, sin barreras. Y luego está Rita Moreno, que no solo suple a un papel masculino (no había actualización, ¿no?), sino que asume el himno, Somewhere: la dice, la piensa, la reza. Pura magia y elegía.

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