Monsieur Danglard regentaba una correduría de seguros en París. Estaba casado con una de las hijas de Beaufort, el dueño de Coloniales Beaufort y tenía, en 1895, cincuenta años. Su despacho era prestigioso y entre su cartera de clientes se encontraban los Lumière de Lyon, ... famosos por su acreditada fábrica de placas fotográficas. Danglard era buen amigo de todos ellos. Primero del padre, Antoine, y luego de los hijos, Louis y Auguste. Un día de la última semana del mes de diciembre, en plena Navidad, Louis se presentó en su despacho, en el Boulevard Haussmann, para invitarle el sábado, día 28, a una sesión de imágenes ¡en movimiento! producidas con una máquina invención de la casa. Una suerte de linterna de fotografías, por lo visto animadas. 'Cinematógrafo', o algo parecido era el nombre de la flamante máquina. Danglard, conocedor del rigor científico y de la competencia industrial que caracterizaba a los de Lyon pero también de su inventiva, rival de la de un Jules Verne, e incluso de su humor, pensó que se trataba de una inocentada propia del día. Sospecha que se vio incrementada cuando le dijo Louis que la sesión iba a tener lugar en el Salón Indien del Grand Café del Boulevard des Capucines, no muy lejos, por cierto, de su despacho. El Indien era un local de billares situado en el sótano del Grand Café, pero que había estado cerrado durante un tiempo y como sucedía con otros locales del distrito noveno bajo vigilancia por presunto juego ilegal. No le parecía, en fin, el sitio –ni el día, significado por las bromas– para la presentación en sociedad de una patente científica. Con todo y con ello aceptó la invitación, que no era tal, pues había que pagar una entrada de 1 franco. Si era una broma, era cara. 1 franco era lo que costaba una butaca para la Ópera. Pero comprometió su asistencia. Llegado el sábado, a las seis de la tarde, hora anunciada de la sesión, Danglard se presentó –sin la compañía de su mujer, que no se fiaba– en la puerta del Indien. Preguntó por los hermanos, pero le dijeron que estos no habían venido, que sólo estaba, para recibir, Antoine, el padre. La sospecha de humorada típica de los Lumière parecía confirmarse. Sólo le consoló el comprobar que, de serlo, también habían picado una treintena de representantes de la flor y nata parisina, incluidos los directores del Moulin Rouge, del Folies Bergère y hasta el mago Georges Méliès. Danglard descendió al bajo del Indien. Antoine le saludó y le acomodó en una silla de Café. De una pared, en frente, colgaba un lienzo y a sus espaldas estaba plantado el artefacto. Había también un operario que ajustaba una banda, agujereada por los lados, y probaba una manivela que sobresalía de la caja. Y sin más presentaciones se apagaron las luces y se estampó un recuadro deslumbrante sobre la tela. Y Danglard pudo ver con sus propios ojos una Plaza de Lyon con gente y carruajes pasando, a lo vivo, a su tamaño natural, como si se hubiera abierto una ventana, aunque todo privado del sonido y del color. Y luego apareció la puerta del hangar de la propia fábrica de los Lumière y saliendo por ella sus trabajadores, muy endomingados de atuendo, y unos perros y una carreta, que daba la impresión de que irrumpían en el Indien. Y a continuación, y así hasta diez, cuadros vivientes con gente haciendo acrobacias, o bañándose en un mar que desbordaba el lienzo, y unos herreros entre vapores de fragua y un jardinero al que su ayudante le hacía una jugarreta de risa taponando la manguera y..., en fin, un desfile de fantasmas tan verídicos como nunca antes había contemplado Danglard. Salió del Indien entre asombrado y caviloso. Llegó a su casa, se lo contó a su esposa y a los cinco minutos se le declaró un cólico nefrítico agudo y esa misma noche falleció.

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Desde entonces y aún hoy, 125 años después, Danglard, en su definitiva residencia, aguarda con ansiedad cada ingreso, para preguntarle al recién llegado qué ha sido de aquel invento del 'Cinematógrafo', del que fue espectador en sus primeros minutos. Y entonces, cada cual, le cuenta una película distinta.

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