A la última

Chucherías y filosofía

Algunos domingos me despierto con una punzada de angustia. El yo pesimista se impone y me asaltan pensamientos destructivos del tipo: «La vida no vale nada», que lo cantaba Pablo Milanés, pero viene de más atrás, del círculo filosófico y artístico de Jena, una ciudad ... alemana del tamaño de la mía donde Fichte, Hegel, Goethe, Schiller y Schelling se preguntaron: «¿Quién soy yo como individuo?», dieron paso al Romanticismo y encontraron una solución a las punzadas de angustia: la naturaleza. Pero como no soy de Jena, sino de Cáceres, tengo una solución local para la náusea existencial dominical: irme a desayunar a una churrería.

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Si leen ustedes esta columna en Valencia o Valladolid, pensarán que una churrería es un local elegante donde se toman churros con chocolate. En Cáceres, es distinto. Aquí hay una castiza y humilde churrería por cada 4.000 habitantes y un barrio no se considera tal hasta que no tiene una. En Gijón, dices que vives por el café Dindurra y en Bilbao, por el Iruña. En Cáceres, vivimos por La Porra o por la Barrantes, dos de las 25 churrerías que abren en una ciudad de 100.000 habitantes. Por ellas, entre las seis y las once, pasa media ciudad para desayunar o llevarse a casa porras y finos. Se crea un ambiente inenarrable de bromas y complicidad. En una mesa, una familia gitana; en otra, seis cazadores; en la de al lado, las tres viudas, que desayunan juntas todos los domingos. Los comentarios saltan de una mesa a otra, no se ve a nadie triste y por dos euros tomas un café con tres porras de 24 centímetros, te embarga la euforia y llegas a la convicción de que si en Jena hubiera habido churrerías, la historia de la filosofía sería otra.

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