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Un guardillón con ventano angosto... retratos, grabados, autógrafos repartidos por las paredes, sujetos con chinches de dibujante... rimeros de libros... cubren las paredes. En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el librero...».
Este párrafo de 'Luces de bohemia' ... me recuerda, antojos de la memoria, mi primera aproximación a una cosa que todavía no podía llamarse libro. Una comparación tan abusiva remueve las concertinas que el altivo Valle Inclán llevaba en las barbas. Qué se le va a hacer, pero fue en un chabisque a ese modo, con lóbrega trastienda, sucio, frío, infecto, donde un librero de morralla, auxiliado por gafas de culo de botella, me facilitó mi primer cuadernillo de ficción. De mote El Pipas y de nombre declarado don Lope, el desastrado mercachifle ignoraba que era un pionero: su cueva podía calificarse desde esa mirada de hoy tan enganchada al retrovisor de club de lectura. Garitos similares se repartían por toda la muy una, muy grande y bastante bárbara «piel de toro». Eran cutres cuartitos habilitados en cualquier portal o localito paredaño, con bancos de madera corridos contra la pared y alguno en la calle, donde un chamán dentro de un armario con ventanuco, como los del cine, revendía y alquilaba cuentos y novelas, de guerra, del oeste, de polis, de vampiros, de amor. Los clientes eran mocetes y mocetillas que soltaban unos céntimos por acceder al santuario. Elegían asiento si había; si no, aparcaban en el canto y empujaban, como sin querer, poco a poco, hasta ganar butaca. Si había oposición reñían al límite de su voz, gritaban, les gritaban, y el griterío de todos contra todos despertaba la voz ronca y tenebrosa de la taquilla que, con una botella de vidrio tinto en la mano, zanjaba la cuestión: «¡si me hacéis salir, recojo todos los papeles y a la p. calle!». Con apostilla que sacramentaba el silencio: «si me tocáis los c., no volvéis a pisar por aquí». Todos quietos, callados, amontonados y derretidos por el calor, se dejaban los ojos siguiendo historias que la escuela no contaba. Jabatos, maripilis de Rosablanca, coyotes, cimitarras, fiordos, vikingos atroces, detectives navajeros y alguna remilgada Florita.
En ocasiones, con arrojo y algo más de metálico alquilaban entre todos una novela de las gordas y el grupo, el club, se juntaba en la orilla del río y el de mejor voz deshilvanaba las entretelas de la historia. Si la trama incitaba a la acción, el corro se revolvía, sentía la llamada de la farándula y escenificaba cada párrafo. En un instante el club de lectura se trasmutaba en compañía de goliardos con faldita plisada y pantalón corto. Uno de los libros que más sobresaltos provocó fue «Marcof, el Malouin», ambientado en la Revolución francesa, con enjundiosas matanzas y torturas.
El teatrillo de ese día fue tan desgarradamente hiperrealista, con trifulcas entre revolucionarios, realistas, chouanes, marqueses, curas renegados y la bella Yvonne que esquilmó el saquillo de las tiritas y tarros de mercurocromo. Heriditas y disturbios por amor al arte pararon en seco el otoño en que se levantó el telón del instituto. Adiós a los clubes, de lectura, de tres navíos en el mar, de bicicletas autoprestadas, de tomates en los calcetines, de cuentos chinos al llegar tarde a cenar.
Quedaba el destilado del libro como mejor amigo del hombre, perro aparte. El amigo que espera siempre, aunque nunca haga la cena. Un amigo de ficción, falso, de falsos relatos, falsas vidas, falsos hechos reales. El amigo fantástico. Este cuentillo, algo asilvestrado, manifiesta tal día como hoy, san Cervantes, rendida admiración por los entrañables clubes de lectura. Todo lo que existe, ya ha existido; siempre habrá alguien que escriba un profundo y hermoso libro; siempre habrá alguien que lo queme con ira; peor aún, siempre alguien lo ignorará y perderá esos instantes indestructibles que chispean entre la nada y la nada.
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