En Granada, tierra soñada por mí (por aquello de la tapa gratis con la caña, entre otras cosas), una chiquilla sale del portal contiguo al bar donde damos buena cuenta de la gastronomía local a dos carrillos. Emperifollada en buganvilla intenso, va subida a unos ... zancos: quince centímetros de tacón, vértigo y fascitis plantar. Se aleja tambaleándose como una gacela recién nacida, tanto que a punto está de caerse de boca. Al poco, la muchacha reaparece en escena calzada con unas sandalias planas y, con la desinhibición propia de tres cervezas, le suelto un «¡Mucho mejor!». Se ríe y me contesta: «¿Qué necesidad hay?».

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Ninguna. No hay necesidad ninguna de sufrir, que bastante llevamos a la chepa. Que, excepto las mujeres que nacen con el tacón incrustado en el talón, el resto no nos contoneamos con la gracia de Marilyn Monroe en 'Con faldas y a lo loco': «¡Qué manera de moverse! Me recuerda a la jalea de membrillo. Debe de tener un motorcito, o algo así», dice Jack Lemmon al verla. Eso ella, la rubia. Yo, en cambio, más que un motorcito parece que llevo un tractor.

La tortura para las mujeres no tiene fin. Alicatadas hasta el cuello y con un andamiaje por debajo del vestido que más lo quisiera Calatrava para sus construcciones, los corchetes se nos siguen clavando en la barriga, en la espalda y en la vida. Nos embutimos en fajas, nos sujetamos las tetas con esparadrapo para lucir escote, nos torcemos un tobillo por culpa de tacones imposibles; todo porque quieren amoldarnos a un solo modelo de mujer. Y de sociedad: mira a Estados Unidos, la tierra de la libertad. Pero no para nuestros cuerpos. A ver si también las encarcelan por ir con zapatos planos. Tan planos como los cerebros del Tribunal Supremo.

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