Llevo una semana viviendo en una sobremesa constante. Así están mi estómago, destruido, mi cabeza, descolocada, y mis vaqueros, desterrados. Pero hay días en que las sobremesas, que siempre se me antojan ruidosas, divertidas, de griterío colectivo por encima de los vasos, dan un giro ... inesperado hacia una cierta forma de intimidad. Y no hay nada que ponga más nervioso que eso.
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A veces, entre el segundo y el tercer chupito y ante un silencio imprevisible del comensal de tu izquierda, te vuelves hacia el de tu derecha y le preguntas cómo está. El de tu derecha apura su vaso, lo deja sobre la mesa haciendo un poco más de ruido de lo normal y te contesta «Jodido». Y entonces se sirve otro chupito, se lo bebe del tirón y las palabras empiezan a salir a borbotones. Y te cuenta las incomprensiones ajenas que soporta y las propias con las que lidia, y se queja, y se flagela, y te dice que está hasta los huevos de él y de los demás. Y tú, medio borracha y sin gafas, lo miras tratando de enfocarle la cara mientras intentas comprender cómo ese tipo, que siempre te ha producido la envidia que sólo te producen los que saben adonde van y pronuncian las eses de una forma natural, se queda con las entrañas al aire, como un centollo al albariño.
Y el tipo, al darse cuenta de que se ha quedado expuesto, sin caparazón, experimenta una vergüenza preventiva, menor que la que siente al día siguiente cuando recuerda lo que te ha contado en medio de una resaca amarga y áspera, de las que dejan sabor a disolvente en la boca y un dolor espléndido en la cabeza. Y lamenta no haber seguido el consejo de Antonio Gamero: «Si tienes penas no se las cuentes a los amigos, que les divierta su puta madre». Y, mientras se toma un ibuprofeno, jura que no volverá a beber. Por lo menos, hasta la próxima.
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