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Hay dos piratas en Logroño que cada tarde, a eso de las ocho y pico, salen a su terraza a ponerle la cena al señor caracol en recompensa a su hercúlea escalada por la pared. Su mamá –se lo contó ella misma ayer en este ... espacio– está con ellas. Yo sigo teniendo dos piratas, salvo que este par se ha sofisticado y hace unos años constituyó una sociedad criminal limitada desde la que desplumarme sin compasión. Pero, además de este dúo, yo también tengo una terraza. Un balcón, mejor dicho. Amplio, aireado y coqueto. Como para entrar a vivir. Que es lo que debió enamorar a aquella pareja de gorriones que anidó dos años consecutivos en nuestro laurel. Y mis bucaneros de hoy, entonces piratas, también salían con su mamá, a eso de las ocho y pico, a construirles una casa de papel con la que proteger el nido. Desde ese mismo mirador llevo semanas aplaudiendo con ellos. Con los bucaneros, no con los gorriones. Estamos todos menos el laurel. Y enfrente, unos niños a los que mis corsarios millennial observan admirados por su entrega sincera a esa salva vespertina en la que, hasta los gorriones, brindan por la grandeza de nuestra sociedad.

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larioja La casa de papel