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Entre la pared y el cierre de aluminio de uno de los ventanales ha salido algo extraño, un amasijo informe, un tanto pringoso, que corroe las superficies por las que pasa. No sé si es un hongo o una invasión extraterrestre, pero la casa revienta ... por las costuras. Comienza a supurar, a desmoronarse, a desarmarse: uno de los fuegos de la vitrocerámica no enciende desde hace semanas, las bombillas de las escaleras se han fundido, la cisterna pierde agua y la campana extractora hace huelga día sí y día también. Se han rebelado todos a la vez, menos la lavadora y el lavavajillas, que siguen a destajo lavando pijamas y fregando platos, vasos y tazas de café. Y de infusiones: una, que con la superioridad moral de los muy cafeteros siempre ha mirado por encima del hombro a los flojos que bebían poleo menta, ha sucumbido frente al té chai. Es el acabose y la decadencia de occidente. Todo junto.
Mientras caliento la leche para el té, oigo crujir la casa. Ella, que descansaba apagada y silenciosa mientras salíamos a trabajar, ahora permanece todo el día encendida, llena de ruidos, permanentemente invadida; está hasta el techo de nosotros porque nunca ha estado habitada tanto tiempo seguido, ni tan colonizada por los cables y la ropa, ni tan aprovechada como espacio multidisciplinar, que el salón lo mismo es comedor que despacho que gimnasio que lo que haga falta. Por eso se queja la casa, por sobreexplotación. Quiere ser de nuevo el lugar al que regresar de un bar, de la lluvia, de una decepción; quiere volver a ser un refugio, no una cárcel llena de presos a punto de amotinarse. Cuando todo esto acabe, me tengo que meter en obras. O, mejor, largarme a algún sitio y dejarla tranquila, sola. Que se recupere.
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