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He vuelto a casa. La dolencia del recuerdo la encoge, le roba luz y la aleja del pueblo. De una planta, blanca y azul, tejado en terraza, hoy es más pequeña que ayer –qué ayer–, más oscura, más fresca que el invierno, más ardiente que ... el verano. Esplendorosa. A dos pasos de Tozeur, donde nació el poeta que ya sabe cómo es la muerte. Junto a los miles de palmeras de Nefta, que lanzan al aire un vendaval de hojas, puñalitos dulces. La calma aturde por su intensidad hasta que se agitan los árboles y resucita una voz: «Eres tan pura que delante de tu pureza el alma del más descreído encuentra la fe». Es Aboul Kacem, el más combativo y sabio poeta tunecino, muerto a los veintipocos años. Pudo decírmelo a mí si no me hubiera retrasado tanto en nacer. Otra me pilló la vez.
Estoy a dos acelerones de Chott el Djerid, lago salado al que le crujen las cristalizaciones. Es un espejismo, el agua que no tiene juega a ser un espejo vivo, un túnel hacia la profundidad de la inevitable fe. «Yo soy la luz que crea el espejo, voy más allá, mi velocidad, mi altura, mi propia sustancia no es transmisible, soy el espejo y el espejismo, soy el dueño del reflejo». Otro eco del poeta, dice mi vecino, que lo conoce como si lo hubiera parido, esta es su tierra, aquí es de todos. El hombrecillo toca su rostro y con los dedos libres me roza el pelo. No hay espejismos, el mundo es el punto de encuentro, cada paso acerca a la gran esfera, la baraka, la cualidad de ser uno en todo, penetrar en la esencia de la creación sin plantearse si la creación tiene esencia, eso no es asunto humano. El poeta manda –atestigua el paisano– degustar el dátil de luz, dorarse al sol, esparcir el amor que nace de la poesía del cuerpo.
Anochece y la noche en el desierto es de ardua, turbulenta y presuntuosa descripción. Cuando cae sin luna le aqueja un inconstante amanecer, refulge sin causa y despierta seres minúsculos, vegetales, animales, minerales, que roncan, respiran, mugen, montan una verbena acongojante, quizá un funeral que llora la jornada ida sin garantía de regreso. Si la noche cae a plena luna el fulgor de la arena engarza dunas, las esmalta en una horizontalidad ondulada, con volutas agresivas, cortadas en inviables ángulos, puntas de guipur, ventanillas abiertas a la solemnidad del Sahara. Es una visión pasmosa que incrusta en la piel y en los ojos un misterio a punto de desvelarse, una revelación. ¿Cómo evitar volver?
El vecino advierte que si mi mundo se ha partido por el eje y voy a quedarme hay que arreglar cañerías, muretes, abrir un reguerito en el jardín. Por si los ríos silenciosos, los 'ued' del oriente, sueltan sus trombas de agua. Siempre amenazado el eje.
Lega el sueño y en él espero otra quimera, el nuevo día.
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