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Leí el otro día que una escritora está decidida a que su libro no se traduzca del catalán al español: «He prohibido por contrato la traducción al castellano del libro. No quiero contribuir a la bilingüización de la literatura catalana». De acuerdo, pues que con ... su pan se lo coma.
Ella sabrá cuáles son los motivos por los que su libro, que en caso de que las tenga, me imagino que será el reflejo de sus ideas, alcance menos difusión de la que podría alcanzar si, además de en catalán, se editase en español. Un idioma que, según los datos más recientes del Instituto Cervantes y tras su gran expansión en el siglo XV gracias al descubrimiento de América por parte del almirante Colón, se extendió por distintos lugares del planeta, siendo así que hoy lo hablan alrededor de quinientos ochenta y cinco millones de personas en todo el mundo. Persona arriba, persona abajo.
Pues así están las cosas y, aunque parezca mentira, hasta este punto hemos llegado. Una escritora que se supone que escribe para comunicarnos sus sentimientos, para divertirse o para desahogarse, de entre dos posibilidades para dar a conocer sus ideas elige aquella que le ofrece menos medios de difusión. ¿Ustedes lo entienden?
Y me imagino que a la altura de estas líneas, y ya voy acabando, ustedes estarán echando en falta que yo les dé nombres y detalle de esta lumbrera de la que les estoy hablando, pero no se molesten en esperar, porque no voy a hacerlo.
Y no voy a hacerlo porque imagínense que lo hago. Imagínense que les facilito las coordenadas correspondientes y van ustedes y localizan a la autora y el nombre del libro y lo compran.
¿Qué es lo que habrán hecho? Pues habrán remado a contracorriente de los deseos de la autora. Esos deseos tan originales que le hacen prohibir por contrato la traducción al castellano de su libro, despreciando para su difusión, y por una ideas que ahora me van a permitir no pase a comentarles, un mercado de cientos de millones de hispanohablantes.
Hispanohablantes que dirán, ante las pocas ventas de los ejemplares en catalán, lo mismo que hace ya algo más de un par de siglos aquel madrileño que se llamaba Leandro Fernández de Moratín dijera a otro plumilla de escaso éxito literario: «En un cartelón leí / Que tu obrilla baladí / La vende Navamarcuende... / No has de decir que la vende / Sino que la tiene allí»
Y aquí ceso y hasta el domingo que viene, si Dios quiere, y ya saben, no tengan miedo.
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