Gregorio Ordóñez fue asesinado el 23 de enero de 1995 a manos, como tantísimos otros, de los ultras nacionalistas vascos más extremos. Era un político ... joven que transmitía ánimo y esperanza entre los jóvenes y mayores de su tiempo, hasta el punto de que algunos llegamos a considerarle como una especie de libertador. ¿Qué tenía tan especial? ¿Su programa político? No; ¿Su pertenencia al PP? Tampoco. En aquellos días Ordóñez trascendía la respetabilísima dimensión política de su persona porque hablaba y actuaba como un hombre libre. Y lo transmitía de tal modo que algunos vimos en él una esperanza sólida en la que enraizar nuestro sentido de la vida y la libertad al margen de la ideología dominante y, a la vez, opresiva. Su voz era nuestra voz; su libertad nuestra libertad; su valor, fatalmente, no era nuestro valor porque carecíamos de él en la medida que particularmente él poseía. Ahora solo queda recordarle y reivindicarle. Por ejemplo, quisiera recordar cómo los colaboradores de sus asesinos consiguieron levantar un muro entre buena parte de la sociedad vasca y Gregorio Ordóñez. Para ello sólo tuvieron que señalarle atribuyéndole el apelativo de «fascista». Quién iba a decirle a Gregorio que 30 años después de su crimen una nueva generación de políticos sin escrúpulos imitase la estrategia de quienes le llevaron a la muerte. Así, pues, en el treinta aniversario de aquel crudelísimo atentado no creo que tengamos cosa mejor que hacer por Gregorio Ordóñez: elijamos a políticos más cabales y derribemos entre todos el muro.
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