Bar de carretera

A la última ·

Son el último reducto de un país que se atrinchera en el flan con nata y el melocotón en almíbar, que compra navajas como recuerdo y que mira la televisión en lugar del móvil

Viernes, 18 de noviembre 2022, 00:27

Vuelvo en coche de Ciudad Capital. De Madrid, vaya. A mitad del camino, paro en un bar de carretera. Acabo de dejar atrás la España de los sitios monines donde sirven poke y batidos de espinacas para toparme con la de las torrijas y los ... pepitos de ternera.

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El bar huele a jamón y a hombres solos que comen en silencio a un lado de la barra mientras que, al otro, el camarero alinea los platos de café sobre el mostrador, preparados con las cucharillas y el azúcar para recibir el solo, el cortado o el carajillo, que muchos llevamos prisa, que nada más paramos un momento, el justo y necesario para estirar las piernas y fumar un cigarrillo en la puerta, tomar algo rápido o ir al baño, que hasta los finústicos que jamás, nunca, ni muertos, entrarían en un local así, tienen que mear de vez en cuando.

Los bares de carretera son el último reducto de un país que se atrinchera en el flan con nata y el melocotón en almíbar, que compra navajas como recuerdo y que mira la televisión en lugar del móvil. Son un vacío en el tiempo y un lugar en ninguna parte, un sitio perdido entre el punto de partida y de llegada, un refugio en medio del día, un agujero en medio de la noche en la que Germán Areta, circunspecto, aguarda a que el camarero le recite toda la carta de postres para contestarle con un lacónico «Café solo».

Pero las cosas están cambiando. Y mucho: al ir al cuarto de baño, me he encontrado con que las puertas de los aseos están rotuladas con frases motivadoras del tipo «Un viaje de mil millas comienza con un primer paso», «La vida es un viaje y, quien viaja, vive dos veces» y pijadas wonderfulianas por el estilo. Y en varios idiomas. Ya solo falta que no tengan pijama de postre.

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