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Del Nobel al papel cuché, Mario Vargas Llosa cumple un duro periplo. No por lo que digan las comadres, sino por el mero hecho de estar en boca de las comadres, y de los compadres. De todos esos que nunca leyeron ni leerán una palabra ... de las que ha escrito. Poco les importa que este tal Vargas haya creado un mundo literario propio, original e intransferible. Marejada rosa la que ha de atravesar ahora el creador de «La guerra del fin del mundo», convertido en carne de peluquería. Su efigie pasando de mano en mano en la sala de espera del médico o mientras cuajan las mechas o se seca la melena en el salón de belleza.
De la «Conversación en La Catedral» hemos pasado al chismorreo nacional. De aquella taberna de almas perdidas al cotilleo, el bulo y las artimañas de los celos, la niña tonta, el pijerío y la opereta de la operada y cuasi momificada. Y el pobre Varguitas, el gran Vargas, manoseado en ese papel satinado que se va llenando apresuradamente de arrugas, tan delicada la epidermis de la prensa rosa. Cosas del corazón, dicen. Cosas de la pichulita, ha dejado escrito en un relato autobiográfico el protagonista de este escándalo alimenticio. El sexo tardío, el último disparo del cazador. «El corazón manda», tenía como lema otro escritor grande, Rafael Pérez Estrada. El corazón o la mentada pichulita se imponen sobre la cordura y sobre las razones que los demás siempre ven tan claras. Todo tan claro desde fuera, desde la baranda de la vida, desde el puente sobre el que pasan las aguas ingobernables de la existencia.
Pasará el episodio, pasarán las voces y los comentarios peluqueros y quedarán las novelas y los ensayos del escritor. Entre los ensayos, «La orgía perpetua», una disección luminosa de Flaubert y su «Madame Bovary». Experto en los vericuetos de la pasión, vacunado literariamente contra esos aparentes desvaríos, también Vargas Llosa ha comido el fruto prohibido. Como tantos, como todos los que han vivido. Errando. Viviendo. Padeciendo y gozando.
A quién le importan ahora la conducta humillada de Dostoievski ante su amante, las obscenidades escatológicas de Joyce, el galimatías amoroso de Kafka, o que el propio Flaubert, fetichista de los botines acharolados, asumiera el papel femenino en sus relaciones con las mujeres o las desquiciara porque siempre estuvo enamorado de una señora casada. Conocer la vida no vacuna de la vida, ni con cuarenta ni con ochenta años. Todos ahora dicen que era de cajón, que se sabían el cuento de la Preysler antes de empezar. Siempre sabiendo al dedillo cómo irá la vida de los demás y desconociendo tan a fondo el zigzagueo de la propia.
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