Con gran consternación me acabo de enterar del fallecimiento de Rosa Herreros Torrecilla, una persona que tanto admiraba y quería, o mejor, admiro y quiero. Supongo que tendré que ponerme a la cola de los muchos que desearán rendirle un último homenaje. Pido, pues, ... mi turno.
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Conocí a Rosa en 1995, a mediados de su periodo de presidencia del Ateneo Riojano, que tanto había contribuido a reflotar. Rosa vivió de 1986 a 2002 volcada en la magna tarea de dar vida a esta institución con tanto peso en nuestra región, y lo consiguió con creces. Esa fue, pienso yo, su gran obra, pero una más entre la infinidad de grandes obras que llevó a cabo. Y aunque la institución ha tenido y tiene muy dignos representantes, para mí Rosa siempre será la Primera Dama del Ateneo, la Presidenta con mayúscula.
Rosa concebía la dirección del Ateneo no como una plataforma de autopromoción sino como un servicio a la sociedad, en el que se había embarcado con entrega y que contagiaba de modo natural a quienes le rodeaban. Recuerdo que la extensa junta del Ateneo en los años noventa reflejaba la pluralidad personal e ideológica que siempre debe imperar. No eran la gente de Rosa; aunque ella tenía sus fuertes convicciones personales, nunca pretendió hacer un partido de personas afines. Al contrario, quería que todas las sensibilidades posibles estuvieran presentes y tomaran parte activa en la vida del Ateneo, aunque esto significara a menudo largos debates en el seno de la junta. Fue por esos años cuando Rosa me «fichó» para organizar recitales invitando a jóvenes con inquietudes literarias, los llamados «Encuentros literarios en el Ateneo», que llevé a cabo con Alonso Chávarri desde 1998 a 2001. Por estos pasaron voces jóvenes que en la mayoría de los casos se estrenaban en estas lides, como las de Elvira Valgañón, Paulino Lorenzo, Sonia San Román, José Luis Pérez Pastor, Diego Marín, Ángel Fernández o Santi Vivanco, por citar tan solo un puñado.
Este compromiso al que Rosa me empujó dulcemente (por amor al arte, como todo en el Ateneo) fue el enganche que me hizo tratar con ella de modo habitual y me dio oportunidad de acercarme a su honda humanidad, su elegancia de espíritu, su cultura humanística, su serenidad, su dedicación. Recuerdo que, con el nuevo siglo, cuando pensaba que ya era momento de retirarse, me repitió reiteradas veces que le gustaría que yo tomara su testigo, una invitación que decliné, afortunadamente para la historia del Ateneo, pues este testigo pasó a las dignas manos de María José Marrodán.
Otra muestra de la elegancia natural de Rosa es que, una vez hubo abandonado la presidencia, siguió colaborando en las actividades habituales del Ateneo como un miembro de base más, sin las ínfulas de quien ha estado arriba, con la misma dedicación y entusiasmo. Y me consta que compaginaba estas actividades con otras muchas de voluntariado, como sus visitas a la cárcel dentro del programa de Pastoral Penitenciaria, o la labor desinteresada en la parroquia de su Badarán natal.
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Rosa Herreros permanece en mi recuerdo como una de esas personas luminosas que nos reconcilia con el género humano, con la vida. El pasado jueves hablé por última vez con ella; estaba ingresada en el hospital, hablaba con suma dificultad, pero mantenía la entereza y la serenidad. «Reza por mí», se despidió. Y yo contesté que sí, pero que mejor sería que fuera ella quien rezara por nosotros. Y ahora más, que está en la Luz. Descansa en paz, Rosa. Nunca te olvidaremos.
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