H oy arranco compartiendo un entrañable recuerdo navideño. Me encontraba yo la víspera de Nochevieja en la ciudad donde inicié mis estudios universitarios, en una ... entrañable sobremesa con un puñado de amigos con los que me había reencontrado, tras décadas de distancia en algún caso. Fluían las anécdotas y recuerdos, nuestra juventud parecía revivir por unas horas, nos inundaba la felicidad de la amistad renovada. Y de pronto, a eso de las siete de la tarde, recibí un mensaje de texto en el móvil: «Tiene una notificación de la Agencia Tributaria». No creo que este mensaje intempestivo fuera malintencionado; seguro que los probos funcionarios andarían entonces afanados haciendo horas extras, sin sospechar que me iban a cortar el rollo festivo de esta forma. Además, uno tiene que aceptar la culpa por depender del móvil las 24 horas. En fin, pasados unos días recogí la notificación, en la que se me requería que pagara 39'06 euros por una autoliquidación presentada tarde, y, tras pedir hora por internet, decidí acercarme a la delegación de la Agencia Tributaria para que me explicaran un poco la retórica jeroglífica del escrito.

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A la entrada, dos guardias de seguridad me hicieron quitar el abrigo y pasar por el detector de metales. Al igual que en los aeropuertos, la presunción parece ser que el visitante viene con aviesas intenciones a montar un desaguisado, y tiene que demostrar su inocencia. Una vez me devolvieron la calderilla (tuve mis dudas), esperé mi turno. Me entretuve observando que en la planta baja se movían animadamente medio centenar de empleados, mientras que los visitantes en aquella hora éramos tres o cuatro. Bendita pandemia, pensé, que ha enseñado a la Administración a combatir las odiosas muchedumbres.

Cuando llegué al mostrador me dijeron que quien tramitaba mi expediente estaba de moscosos, pero me atendió un joven muy correcto. Me expuso que, según la normativa vigente, retrasarse incluso un día ya te hace merecedor de diversos incrementos en la deuda, y me explicó la diferencia entre los conceptos de intereses de demora, recargo por fuera de plazo, y sanción (medicinal), todos aplicables a mis 39,06 euros. Una vez entendida mi obligación, me dirigí al banco a ingresar religiosamente la cantidad debida. El alivio que me entró fue relativo: era y soy consciente de que la Hacienda Pública me amará hasta el día de mi muerte, e incluso después.

Unas semanas más tarde, leí en las noticias que el Gobierno ofrecía una magnánima condonación de la deuda a las comunidades autónomas, por un total de 83.252 millones de euros, que asumirá la Administración General del Estado. Una medida «sin precedentes y generosa», en palabras de la ministra de Hacienda, a la sazón candidata socialista a la Comunidad andaluza (la más beneficiada, junto con Catalunya, supongo que como premio por haber malgastado mejor el erario). Tal munificencia hizo que una lagrimita me rodara por la mejilla. En efecto, me emocioné al pensar que la Hacienda Pública también tiene su corazoncito, y que, cuando bien procede, sí sabe perdonar.

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