Hace cinco años
Carlos Villar Flor
Jueves, 3 de abril 2025, 21:54
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Carlos Villar Flor
Jueves, 3 de abril 2025, 21:54
Un aciago día, hace cinco años por estas fechas, nos condenaron a confinamiento domiciliario, y la vida nos cambió radicalmente. Los de mi generación y ... más jóvenes siempre habíamos vivido con una razonable libertad de movimientos, orgullosos de habernos criado en un país libre (siempre y cuando no condujéramos con una pegatina rojigualda por Donosti, rotuláramos un cartel en castellano en un comercio catalán, u otras atrocidades semejantes). Pero, de improviso, cayó sobre todos nosotros la fuerza del decreto-ley y nos vimos obligados a permanecer en casa, salvo motivos de fuerza mayor. Tampoco es que apeteciera mucho salir a la calle; las aceras desiertas recordaban las películas apocalípticas de serie B, e incluso en el entorno permitido, el del supermercado, se respiraba (al principio aún sin mascarilla) un ambiente enrarecido de alarma y desconfianza. Todo ser humano con el que te cruzabas podía ser transmisor de coronavirus, y ni siquiera podías salir al campo a respirar aire puro, salvo que llevaras un certificado de trabajar de guardabosque o algo similar.
Todos lo recordamos. Durante un tiempo nuestra única vida social consistió en salir al balcón a las ocho de la tarde para aplaudir durante unos minutos en reconocimiento de la entrega de los profesionales sanitarios. En mi barrio sonaba 'Resistiré' por los altavoces de la parroquia, que pasó a ser el himno de este periodo. Aunque me sonroja un tanto admitirlo, yo era uno de los muchos vecinos que se asomaban al balcón a las ocho. Hoy, cinco años después, aún no tengo claro si el principio que nos congregaba era solidaridad, gregarismo, miedo al futuro, o docilidad. Quizá la respuesta no sea fácil, o no haya una sola. Pero lo que sí debo admitir es que nunca antes había llegado a conocer a mis vecinos de calle como entonces. Allí estaban los tres hermanitos en edad escolar, la más pequeña de los cuales gritaba con una inocencia cristalina: «¡Ánimo, vecinos!». Allí estaba el obrero que se había quedado sin tajo y compartía en voz alta con el vecindario lo mucho que se aburría. Allí estaba la pareja de ancianos que nos sonreía con dulzura. Allí la familia inmigrante que aportaba animación y colorido. Allí la madre con su hija que, al cabo de un tiempo, se despedía con la mano de cada vecino dispuesto a devolver el saludo.
A partir de junio de 2020 nos dejaron volver a pisar la calle, y se suprimió la cita vecinal de la tarde. Resulta curioso, pero no he vuelto a cruzarme con ninguno de los rostros con los que me llegué a familiarizar durante estos meses de confinamiento. O quizá nos hayamos cruzado, cada uno en pos de su vida, y no nos hayamos reconocido. No digo yo que añore esos meses de incertidumbre y claustrofobia; tampoco creo que sea lo peor que nos depare el futuro (¿habéis comprado ya el kit de supervivencia modelo CE?). Pero sí pienso que, ante la adversidad que pueda venir para quedarse, del tipo que sea, una pequeña chispa de calor humano puede llegar a ser un bálsamo irremplazable.
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