En la Sala Amós Salvador expone un gigante de la mirada. Y a la vez un niño, intimidado por los ojos misteriosos de Bela Lugosi. Es la historia de un niño iniciado en el recámara de las imágenes –su impresión, su tamaño, su progenie– por ... una temprana conversación ocular con los fantasmas del Salón-Cine de su colegio, en Huesca, a principios de los 40. Y por los 'collages' de recortes de revistas que armaba su padre, y por los dibujos de su hermano mayor, Antonio. El niño vivía en el interior de un álbum. Fantomático. Un día vio 'Los ojos misteriosos de Londres', que comenzaba con los ojos de Lugosi inoculando al espectador. En 'La prima Angélica', remedaría aquella fantasmagoría de ojos cegados en un trasunto del paisaje de desguace en que la Guerra Civil sumió a España. En la radio de la familia de la película se escuchaba la entrada de los requetés en Logroño (esto lo había escuchado Azcona, coguionista, con sus propios oídos).

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El caso es que el niño decidiría hacer de su vida su propio álbum. Logroño: me viene un recuerdo sauriano. En el verano anterior a la pandemia, en París –siempre le ha quedado París a Saura–, se reponía la 'Trilogía flamenca'. Siempre hay un Saura o varios en París. Las reposiciones –o los estrenos de inéditos– constituyen la mejor parte en el estío cinematográfico de París, una felicidad; los ojos del cinéfilo no dan abasto. Y la trilogía se proyectaba en el cine Reflet Médicis, uno de los más prestigiosos Cine-Estudios del Latino, en la Rue Champolion. El Reflet se había construido sobre el viejo Teatro de los Noctámbulos y está pared con pared con el también mítico Champo, el cine que fuera habitual refugio del joven Truffaut. Todos permanecen cerrados a fecha de hoy, en un apagón sin precedentes. En una ceguera distópica en París. Incluso misteriosa, como la de los ciegos del Londres de Lugosi. Saura, en cambio, no para de generar imágenes en su casa de la Sierra madrileña, dibujos y fotos, pintadas, retocadas, digitales, 'saurias'.

Pues una tarde de aquel verano, fuimos mi mujer y yo al Reflet a ver una comedia italiana de los 50 que no conocíamos. Entramos, era pronto y estaba acabando en una de las salas el programa de Saura. Esperamos. Y de pronto, hasta el hall del Reflet nos llegó la voz ¡de Pepe Blanco!, cantando 'Mi sombrero'. 'Bodas de sangre', recuérdese, acababa con Pepe Blanco cantando, en un ángulo del espacio de espejos que dispuso Saura y ante el ojo de la cámara de Teo Escamilla, 'Mi sombrero'. En una interpretación estatuaria, sacramental. Algo nos atravesó y empezamos también nosotros a cantar la canción, allí mismo, al lado de la máquina de café. Nos salió. Era como una llamada, una contraseña, no sé.

La taquillera, asombrada, se volvió a mirarnos, y le dijimos, como para excusarnos, que el que cantaba era de nuestro pueblo, prácticamente de la calle de mi mujer, y que la canción nos la sabíamos de memoria. Y que estábamos en casa, vaya. Nos sonrió y se giró.

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Los ojos de mi primera juventud como espectador también se habían ensanchado gracias –entre otras– a las películas de Saura. Para ya no cerrarse. Quiero decir: para reabrirse continuamente en mi memoria o en el sueño. En el retorno de los planos más misteriosos, los de sus películas y aquellos otros que perviven en la morada interior del cinéfilo en que yo me veía mutando. El cine de las sábanas blancas (la primera sábana es la pantalla).

El cartel de la exposición es el propio Saura, un autorretrato al borde de una cama, precisamente, frente a un tríptico de espejos. Despojado, en albornoz, como antes o después del sueño. Por este orden, vi primero 'La caza', en un cursillo, en Peñaranda, qué cosas. Ves 'La caza', en el blanco y negro de las fotografías que se exponen en la Amós, una escala de grises documental, ambiental, goyesca, y te detonan los ojos. Luego 'Cría Cuervos' y 'Elisa vida mía' en el Astoria, y 'La madriguera' en el Diana, las tres con mi tía María Luisa, mi salvoconducto frente al portero y testigo ocular de mi fascinación.

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