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No sé cuantas horas pudimos estar apoyados en los coches que aparcaban por La Zona. Nos quedábamos ahí, viendo pasar las tardes y las noches ... hablando y haciendo el idiota, cruzando y volviendo a cruzar esa frontera entre la infancia y la edad adulta que unas veces nos hacía probar nuestras primeras cervezas y otras regresar a los risketos y a las palmeras de bollo. Cuando llovía nos resguardábamos en un portal de la calle Vitoria hasta que paraba un poco y entonces nos largábamos corriendo y entrábamos a La Traviata a dar vueltas por la tienda a mirar discos y cómics, o íbamos un poco más allá para jugar a las máquinas en los Recreativos Valvanera. En esa época los chavales también frecuentábamos algunas cafeterías, no eran territorios arrebatados a los adultos pero nos gustaba fanfarronear secretamente con esa idea de conquista cada vez que entrábamos al 'Café Madrid' a 'La Abuela' o 'El Parlamento' y nos pedíamos algo para echar después un Trivial o un futbolín.
En griego clásico «regreso» se dice «nóstos», por eso «nostalgia» remite al regreso, al dolor que se siente al comprobar que es posible estar de nuevo en un sitio pero nunca se regresa al tiempo que se vivió ahí. Me acuerdo mucho de esos lugares, un Logroño fantasma que ya no existe igual que la desaparecida Pontevedra ochentera que describe Manuel Jabois en 'Malaherba', ni la Sevilla de Daniel Ruiz en 'Mosturito. Ahora ha sido Esther López Calderon la que ha vuelto al Santander de su adolescencia con 'Pipas', y es imposible no reconocerse entre sus páginas porque, en la era pre-digital sin móviles ni internet, también nosotros «pasamos las tardes sentados en el banco del parque, removiendo el tiempo en la olla para que no se pegase abajo con el fuego, comiendo pipas como una orquesta, un escuadrón de dragones con hambre, preguntándonos qué maravillas (y otros monstruos) habría más allá de tierra conocida. Más allá de la autovía».
Vila-Matas dice que toda ciudad esconde una ciudad paralela; esa fue la nuestra, la de las tiendas de discos, los billares, los locales de La Zona, las partidas de futbolín, los risketos y las rondas de Street Fighter, una ciudad que para los adolescentes ha dejado de existir porque ahora los chavales deambulan los sábados por la tarde entre las tiendas de Gran Vía, dan vueltas por los centros comerciales, se juntan un rato en los vendings pero no tienen ya esos terceros lugares que no eran ni la casa ni el colegio en los que podían habitar su mundo dentro del mundo. Estoy idealizándolo todo, pero ahí pasaban cosas imposibles de entender; podíamos haber perdido seis partidas seguidas de futbolín y aun así buscábamos en los bolsillos monedas para la séptima.
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