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La sección que publica Sanda Sainz sobre la historia de las bandas de rock de La Rioja es para mí una delicia porque a menudo aparecen ahí fotos antiguas de amigos y conocidos mirando desde el pasado con sus melenas, sus pendientes y esas sonrisas ... desafiantes de niños adultos posando en algún descampado, apoyados en un coche o en las ruinas de una fábrica abandonada. Me gusta porque esa fiebre por el rock también la viví yo de chaval con mis amigos, aunque nunca grabamos nada más que el ruido cochambroso de algún concierto que dimos. Lo hablaba con Noemí Manzanos, que antes de ser consejera de Agricultura y alcaldesa de Rodezno fue una chica que montó una banda con su cuadrilla del pueblo. Esta semana me contaba la repercusión que tuvo la página del periódico que Sanda le dedicó a su grupo y alguien que nos escuchaba apuntó que eso ha terminado ya, que ahora casi no hay chavales haciendo rock en bajeras ni en chamizos en los pueblos y que esa desaparición era una pena. 'La culpa la tienen las pantallas', dijo. Después se quedó pensando unos segundos y añadió «y la jornada continua». Esto lo explicó durante un rato aunque yo no terminé de entenderlo, pero sí que estuve de acuerdo con él en que el mundo de los críos ensayando en un garaje es un tiempo que se extingue. Me acordé de lo que dijo una vez el cantante y bajista de los 'Supersuckers', que al final el rock va a terminar siendo un producto para esnobs, una música delicatessen «o para quien quiera recordar los buenos viejos tiempos».
El jueves murió Shane Macgowan, líder, compositor y cantante de 'The Pogues'. En el documental sobre su vida ('Crock of Gold; bebiendo con Shane Macgowan') explicaba que para él la música estaba por delante de todas las demás cosas. Suena a exageración, pero yo entiendo la sinceridad chiflada de la frase porque ese espíritu fanático nos ha poseído a muchos durante algún rato fugaz en el que la medida del tiempo la marcaban los ensayos, las grabaciones y una camaradería inquebrantable de pitido en los oídos después de salir del local. Sanda enmarcó el artículo sobre esos jóvenes que hacían rock en Rodezno con un titular impecable: «Unidos por la amistad y por la música».
Leer a Sanda y recordar esos años es mirar en el espejo de los días que se fueron, un tiempo eléctrico en el que éramos inconscientes y felices y parecía que ese iba a ser ya para siempre el estado natural de la existencia. «Nunca me di cuenta de lo increíble que fue, pasó como un fogonazo», me decía con nostalgia mi amigo Nacho al compartir por WhatsApp viejas fotos nuestras con las guitarras en el garaje en que que ensayábamos; teníamos quince años y la vida palpitaba con el zumbido excitante que vibra en el amplificador antes de rasgar los primeros acordes sobre las cuerdas.
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