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En La Rioja los periodistas no cumplimos años, cumplimos Pisados de la Uva y el que diga lo contrario es becario o forastero. Este acto marca nuestro calendario y ayer volvió a suceder: otra vez el abrazo en el tinanco, el baile circular y ceremonioso ... con el que el ciclo se acaba y vuelve a empezar de nuevo. A mí me empieza a dar vértigo echar la vista hacia atrás y contar todos los pisados que he narrado ante un micrófono. ¿Más de veinte? No lo sé. Me costaría poco hacer el cálculo exacto pero de momento estoy mejor sin saberlo.
Hay gente a la que le aburre el Pisado pero es porque solo ven lo que se ve, contemplan la superficie y no alcanzan a vislumbrar lo que subyace debajo. La tiranía del acontecimiento nos impone que hoy todo deba ser rápido, singular y novedoso, y este acto tiene un orden y un guion sin sitio para sorpresas. Así es como sucedió ayer, un Pisado bajo techo en el Sagasta, cadencioso, previsible, justo como debe ser porque donde hay ceremonia hay cultura, donde hay liturgia hay civilización, rituales que se repiten y que con su eco inmutable marcan el camino de los pueblos. Por eso el acto es el mismo cada año; pasarán volando décadas, se abanicará otro público, bailarán diferentes danzadores y vendrán nuevos políticos para cumplir su papel y hacer lo mismo de siempre: recordar el legado de nuestros ancestros, mirar a un futuro que no llega y echar al aire discursos que caerán sobre La Rioja como hojas en otoño.
Morante dijo una vez que lo moderno le aburría y yo cada vez lo entiendo más; antes me daba pereza el Pisado y ahora me gusta verlo, porque ese abrazo de los primos Urdiales tiene un punto de rebeldía frente a la mecanización digital de nuestro tiempo. Ver ayer a Antonio y Diego aplastar uvas con sus pies fue asistir de nuevo a un acto de violencia y creación, un proceso orgánico e imperfecto con el que recordamos lo que fuimos una vez.
Pero si me gusta el Pisado es porque recuerdo el primero al que asistí, que no fue el del acto oficial sino uno vivido en familia. Es un recuerdo bonito, aunque en realidad no es un recuerdo sino una elaboración de mi cerebro hecha a partir de fotos y de conversaciones. Estamos en el lago de la bodega de Briones, apenas algo más grandes que unos que bebés, pisando la masa brillante y viva hecha de uvas calientes recién traídas del campo. Me da rabia no acordarme de verdad, no poder trazar la línea que separa la experiencia real de la imaginada, pero la memoria de los niños es un misterio y, si soy sincero conmigo, apenas me vienen destellos de caras radiantes, sonrisas a través de un ventanuco, brazos, la luz naranja de la tarde y toda la felicidad del mundo hecha mosto entre los deditos de los pies.
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