El campo se ha metido en las ciudades como el mar entra en la tierra en los tsunamis, con un empuje ancestral, telúrico, una fuerza muy difícil de observar hoy en cualquier otro fenómeno social; es un espectáculo triste pero digno de contemplarse, aunque luego ... cuando se retire el agua habrá que analizar bien el paisaje que nos queda. Vemos desfilar a los tractores por las carreteras de Europa y proclaman con su rugido monótono y poderoso un malestar compartido que traspasa las fronteras. Todas las revoluciones necesitan sus símbolos y el de este movimiento son precisamente los tractores, que se muestran con esa presencia fascinante que les atribuyó John Steinbeck en 'Las uvas de la ira': «Monstruos de nariz chata que levantaban el polvo revolviéndolo con el hocico».

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En lugar de dedicarse a comprender los motivos de este movimiento hay un sector ideológico empeñado siempre en atacarlo y ridiculizarlo porque esa una tradición consagrada desde Marx («los campesinos son sacos de patatas») o Trotsky («la gente del campo es reaccionaria»). Unai Sordo ha sido de los primeros en abrazar la pancarta, los llamó «empresarios del campo que explotan a los trabajadores», aunque yo estoy convencido de que Unai sabe que entre los miles de hombres y mujeres que protestan hay variedad de ideas, circunstancias, valores y sensibilidades. Se los mira con sospecha porque entienden la importancia de ser dueños de los medios de producción y de la tierra que trabajan, justo ahora cuando un fantasma susurra «no tendrás nada y serás feliz». Por eso trabajar hoy en el campo es firmar un manifiesto punk, colocarse en los márgenes de un sistema sometido por la tiranía de lo fugaz y en el que esta gente es heredera de saberes que trascienden lo inmediato. Los que lo hemos visto en casa comprendemos el misterio: todas las mañanas, casi siempre antes de que salga el sol, ellos renuevan el viejo contrato que estableció nuestra especie con el mundo. A pesar de estas singularidades la mayoría de agricultores y ganaderos comparten algo esencial con el resto de ciudadanos: la conciencia de integrar una clase media cada vez más empobrecida que ve cómo los supermercado ponen alarmas a las botellas de aceite, y por eso en gran medida su protesta es la de todos. Tienen la simpatía del pueblo, pero es un crédito que mengua con cada nueva incomodidad producida por los tractores, que avanzan por las carreteras con sus focos apuntando a las instituciones Europeas. Asistimos ahora al despliegue fascinante de esas marchas lentas y son como las de los elefantes del ejército de Aníbal cuando desfilaban hacia las puertas de Roma.

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