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La Navidad es una rebelión contra la modernidad porque lo que se celebra estos días es el amor y la familia. Hemos adornado tanto el árbol que cuesta ver las raíces, pero ahí, tras el brillo chispeante del gran oso navideño de la zona peatonal, ... entre la marabunta de gente que compra, bebe y festeja, hay un mensaje que remite a esos valores tan poco contemporáneos: amor, unidad, paz, familia y alegría. Dice Jesús Carrasco en su última novela que el sentido de la vida tiene forma de testigo, «como el que llevan los corredores en las pruebas por equipos. El testigo que recorre el tiempo es el amor. Si hemos sido afortunados en la vida, recibimos ese amor de nuestros padres y se lo entregamos a nuestros hijos, a nuestros hermanos y amigos. Y eso es todo». La Navidad es el momento de hacerlo porque ahora se nos presentan los recuerdos más vivos que en ningún otro momento, y por eso de repente yo me veo entrando a todo correr a una casa caliente en la que huele a comida y hay barullo, gente que va y que viene, abrazos, espumillón, un nacimiento gigante, las manos de mis padres quitándonos los abrigos, las manos de mis abuelos haciendo garrapiñadas y partiéndonos turrón; las manos que dejaron en las nuestras el testigo.
Navidad, solsticio, las Saturnales, fiesta del Yule... estas han sido fechas especiales desde que emergimos como especie y elevamos la mirada para ver el firmamento. Hoy para muchas personas la Navidad es una expresión cultural sin mayor significado y yo defiendo que cada cual la viva como mejor le parezca, pero a mí me gusta mirar siempre qué hay debajo del folclore, dejar a un lado a Papá Noel bebiendo tranquilamente su botella de Coca-Cola y retirar el telón para ver tras toda esa maquinaria el motivo que da forma a esta celebración, la metáfora más poderosa que existe y existirá: ha nacido un niño y ese niño es la luz que vuelve al mundo.
Es raro escribir esto en la semana en la que se ha encontrado a un bebé muerto en el Ecoparque de Logroño; no puede haber mayor contradicción con lo que significa la Navidad que el hallazgo de ese cuerpecito frío, aún con parte del cordón umbilical, inerte entre una montaña de basura. Si Dickens viviera hoy y leyese este periódico no inventaría un relato navideño sobre los fantasmas del pasado, del presente y del futuro, escribiría tal vez un cuento triste sobre una sociedad capaz de clasificar y de reciclar perfectamente sus desechos pero que anda perdida ante las grandes preguntas. Porque hay algo profundamente simbólico en la noticia de esta semana, y es esta casualidad tristísima de estar de celebración, seguir pasando el testigo que nos dieron al recordar el nacimiento de un niño en un humilde pesebre mientras la Guardia Civil investiga la muerte de otro bebé tirado a un contenedor; uno, vivo por amor, y otro, muerto por su ausencia.
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