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Por el Espolón vuela un aire húmedo y errático en el que anda enredado ese perfume tostado de castañas que se asan a lo lejos. Un chico con su patinete eléctrico pasa veloz sobre un charco y rompe por la mitad el espejo gris del ... agua, que explota en dos mitades mientras el chaval se aleja con un zumbido por las casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Entre las novedades que tengo apuntadas y los clásicos que se asoman por los puestos voy armando en mi cabeza la pila de libros habitual de cada otoño. Es un fenómeno estacional y me ocurre año tras año, la mentira que me digo y me repito cada vez que coloco un nuevo título en la cima de esa montonera que se va haciendo gigante en mi memoria.
El otoño es la estación de los libros porque vuelven ferias como esta, se entrega el Planeta, llegan las novedades a las librerías, andan los escritores por los medios y se dan a conocer el Nobel de Literatura y el Princesa de Asturias de las Letras. Un otoño más siguen las bromas con Murakami que se queda de nuevo sin viaje a Estocolmo pero que ha recogido este año el galardón en Oviedo. «Me gusta planchar», confesó en una entrevista al New York Times; no es una frase que pudiera imaginar en Hemingway o en Norman Mailer, pero como a mí me resulta imposible el don que proclama Murakami yo le concedo más mérito a ese talento doméstico que a cualquier premio mundial que le puedan conceder.
Nuestra generación es la última que ha convivido con el objeto físico del libro en la vida cotidiana, los que hemos tenido una biblioteca en casa que crecía cada año en la que descansaban atlas y enciclopedias que consultábamos a veces por puro placer, y diccionarios de inglés y francés con los que traducíamos las canciones palabra por palabra. Ese es un mundo que se extingue y hoy hay pocas cosas más antimodernas que leer un periódico o un libro. Lo pienso al mirar la feria del Espolón por la que curiosea la gente en un silencio museístico mientras yo sigo apuntado en mi cabeza: Cormac McCarthy, Manuel Jabois y Jack London.
Karina Sáinz Borgo decía el viernes en este mismo periódico que ella es incapaz de entender el mundo si no lo pone por escrito. Es lo que acaba de hacer mi padre en su último libro: tratar de explicarse el mundo en un desgarro, en un ejercicio de valentía y sinceridad del que yo nunca seré capaz. Lo ha titulado 'Castillo de naipes' y, como ocurre con los tres anteriores, no está en las librerías porque si mi padre escribe es para explicarse el mundo pero también para regalárselos después a familiares y amigos, que es lo que siempre se ha hecho con los libros y con la gente que merecen la pena.
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