Salgo a la terraza a las tres o a las cuatro de la mañana, serían. Luna llena. Muy llena. Con mucho brillo. Como la que tengo en la pantalla de descanso del ordenador. Con razón dice cuando lo apago que el monitor «se va a ... dormir». Si hubiera sacado un libro a la terraza podría leer en sus páginas. Hasta la letra pequeña. Pero como no tengo un libro, me leo la palma de la mano. Intento leer entre líneas. No acierto. Me falta software en el cristalino, lo más seguro. Igual, mejor. La luna, en cambio, si la observas de cerca es un gran globo ocular, en blanco y negro, irrigado por infinitas vesículas al grafito que desembocan en manchas. Lunares, claro. Miro mi sombra sobre las baldosas, o mi sombra me mira a mí. ¿Y si un baño de luna nos inmunizara? ¿Y si nos dieran lunaterapia? ¿Y si existiera un Servicio de radiología lunática? Por si acaso, salgo sin metales, sin dispositivos y sin reloj. Para que no interfieran. La luna expande sobre la calle una luz pálida, convirtiéndola en una placa fotográfica. Y las cuatro plantas que tenemos en la terraza, la hierba luisa, la hierba buena, la enredadera y el aloe, las plancha en especímenes de herbario decimonónico, en cianotipos. No caigo en preguntarme si estoy despierto o soñando. Doy por supuesto que como tengo el sueño 'ligero' –que se decía– estoy despierto; o sea, desvelado. Desvelado, ojo, es más que despierto. Desvelado es que algo te desvela. Es distinto a sólo estar con los ojos abiertos. Si estás desvelado es que no puedes cerrarlos, que permaneces alerta. Desvelado. Sin velo, sin protección. Ligero. A las fotografías, en cambio, lo peor que les podía pasar antes, cuando dependían de una película, es que se velaran. Que le saliera un velo, una catarata a la película. En la placa que esta noche graba la luna permanece emulsionado, en sales de plata, el escenario de la temporada anterior. De la era anterior. El decorado intacto. Los balcones y ventanas de los aplausos de las ocho. Algunas abiertas porque ha subido la temperatura. Tras ellas, los vecinos con los que nos citábamos puntualmente. Con los que teníamos un contacto, prácticamente fotográfico. Los gatos de los tejados. Gatos como romanos. Uno de ellos sigue hablando a cualquier hora de la noche. También hoy. Más, si tiene como interlocutora a la luna. Las pancartas en pro del personal sanitario. Las zonas delimitadas de los bares, con cinta de policía o de obra. Desde un séptimo y a estas horas, parece la calle el plano planta de la película Dogville: las señales de tráfico en el suelo, el trazado de las calles, las entradas a los portales, los luminosos apagados. Todo perimetrado, vacío y en silencio (con la excepción del gato, que yo creo que es gata). Dispuesto para siguiente función. En el Bretón, a todo esto, El Patio ha vuelto a representar Conservando memoria, preciosa miniatura –como todas las suyas– sobre el inventario de instantáneas en que consistimos. La vida –y así lo muestra Izaskun Fernández, jefa de pista, prestidigitadora y 'minutera' del acto– se sustancia y reverbera en un arsenal de retratos, de camafeos, de frascos, de cartas manuscritas, de souvenirs, de postales, de reflejos, de granos de arena o de sal, de gotas, de juguetes, de notas de canciones, de útiles, de sonidos y de palabras. Producto, todo ello, de una redada de la memoria. Y expandido sobre una mesa, sobre una playa, incautado al olvido y a los ladrones de tiempo. Somos, en fin, todos los capítulos anteriores. Yo sigo incluso escribiendo los pronombres demostrativos y el adverbio 'sólo' con tilde; incumpliendo, lo sé, el plan de contención –ortográfica– marcado por la Academia. Recorro, pues, los detalles de la película trabajada por la luna, en el umbral del comienzo del nuevo ciclo. Y no sé si dormido o despierto: develado, vuelvo a entrar al salón. Pero antes me giro un segundo y veo que, tras los minutos de exposición fotográfica a los que ha sido sometida, sobre las baldosas de la terraza ha quedado impresa y revelada mi sombra.
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