La quinta oleada del COVID-19 nos ha sorprendido: la gran contagiosidad del virus indio ha afectado a los más jóvenes, aún sin vacunar, y la incidencia ha crecido –cuatro veces en un mes, según un informe de Sanidad–, lo que obliga a tomar precauciones ... aunque, por fortuna, no se ha disparado la ocupación de las UCI ni la letalidad. Las medidas más eficaces son los cierres de las actividades de ocio nocturno, pero una vez más la decisión tropieza con la legalidad. Cataluña, Valencia, Castilla y León, Murcia, Cantabria, Aragón, Navarra y Galicia han establecido medidas diversas que afectan a esas actividades. Pero las respuestas son desiguales: ayer, el TSJ de Aragón decidió aprobar la suspensión cautelarísima de las medidas incluidas en el decreto de la Diputación General de Aragón, que ordenó modificar horarios y aforos. Mejor suerte ha corrido la iniciativa de la Generalitat Valenciana, cuyo TSJ ha autorizado impedir la movilidad nocturna de 1.00 a 6.00 y las reuniones de más de 10 personas en 32 localidades de la región. Previsiblemente, el Supremo terminará siendo interpelado. Es evidente que tenemos un problema pendiente que debería resolver el Legislativo y no la Justicia. Habrá que adaptar las leyes sanitarias para que ni peligren los derechos fundamentales ni los prejuicios legales exagerados pongan en riesgo la vida de la gente.
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