Soy torpe. Para la vida, en general, y para el movimiento en particular. Servidora es una descoordinación andante, de las que se pegan golpes en la espinilla con la mesa del café, de las que van solas por una acera anchísima y se chocan contra ... una farola, de las que son incapaces de seguir a una profesora de Pilates, de las que se lían con sus brazos y con sus piernas. La reina involuntaria del 'slapstick'. Un cuadro.

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Ahora, desconfinada por fascículos coleccionables, tengo que aprender a interiorizar nuevos gestos y a evitar viejos comportamientos: respetar la distancia social, no abrazar a los amigos, no abalanzarme sobre los mostradores, no tocarme la cara. Lo único que hago bien es lavarme las manos; lo demás, lo llevo entre mal y peor: no paro de rascarme la nariz mientras escribo esta columna. Es curioso, porque tengo las manos ocupadas, tecleando; será que, durante el confinamiento, me he convertido en una diosa hindú y me han salido cuatro brazos más. Me hace falta mi abuela, que me pegaba un manotazo cada vez que me veía morderme las uñas. Tenía sus propias ideas sobra la terapia conductual.

Es difícil cambiar los gestos, las costumbres, los hábitos. Aquí, en Kuala Lumpur y en París: en cuanto han podido, los franceses han dejado de hornear baguettes en casa y se han puesto a hacer cola para entrar en Zara, que a ver quién resiste la tentación de ir a pillar una camiseta nueva cuando te sobran quince minutos en el reloj y quince euros en el bolsillo. Menos mal que íbamos a salir de ésta más solidarios, más austeros, menos consumistas. El cambio de paradigma se ha quedado en cambio de temporada. Y con las mascarillas como complemento estrella. Mejor eso que las riñoneras, también es verdad.

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