Como las cosas en España van tan rápido, hemos pasado en unos meses de quejarnos con amargura por ser «un país de camareros» -dígase con tonito de desprecio- a lamentar profundamente la falta de camareros. A mí me cuesta acostumbrarme a estos bandazos, tal vez ... porque soy algo lento de entendederas. Me pasa como a los jueces del Supremo de Estados Unidos, que se han quedado en el Génesis y de ahí no salen.

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En esta crisis actual de camareros intuyo que no solo pesa el salario bajo y los horarios infernales, sino también la nula consideración social de un oficio que siempre me ha parecido complicadísimo y digno de admiración. Al fin y al cabo, hay en España miles de abogados mileuristas y de licenciados en Empresariales reciclados en los oficios más pintorescos, pero sin embargo las universidades siguen fabricándolos como salchichas y sus padres cantando el gaudeamus y no vamos denunciando por ahí que España se ha convertido en un «país de abogados».

Recuerdo a algunos camareros de mi infancia, regiamente vestidos con chaleco, que cultivaban una mala leche proverbial pero eran diligentes y memoriosos y gobernaban las terrazas como mariscales napoleónicos. Todavía perviven algunos de aquellos magníficos ejemplares ibéricos capaces de reinar en el caos, que es una habilidad muy infrecuente más allá de los Pirineos, donde se impone la dictadura de la fila india. En alguna ocasión me ha sucedido en Francia que para tomarme un miserable café he tenido que participar en dos procesiones consecutivas, primero delante del cajero y luego delante del camarero, que ya solo me faltaba pararme en medio y echarle una saeta a la leche descremada.

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