La cama desecha

Hay días que son una cama desbaratada. Hoy, por ejemplo; es el último domingo antes de Nochebuena y a mí me gustaría estar en otro tiempo. En el de antes. En el que, a estas alturas de diciembre, estaríamos viendo cuántos somos para cenar, pidiéndole sillas a la vecina, discutiendo el menú, sacando la vajilla buena, contando las copas de vino y preparando un tablero para poner una mesa de apoyo. O no, a quién voy a engañar: lo más probable es que estuviera maldiciendo en arameo porque tengo que ocuparme de la cena y malditas las ganas y de verdad qué pereza y ojalá mañana fuera siete de enero. Pero una idealiza el pasado hasta convertirlo en una cama de hotel, tan blanca, tan limpia, tan blanda, tan lisa; lo planchamos para quitarle las arrugas y recordarlo mullido, confortable, para que nos acoja cuando los días se nos deshacen por culpa de una sábana bajera mal puesta, por un edredón demasiado corto que se escapa por las esquinas, por una pandemia, por los que no están desde hace tiempo, por los que no están por primera vez.

De repente, me doy cuenta de que anoche me acosté sin hacer la cama. Y no pasó nada. Me dormí. Mal y tarde, como siempre, pero me dormí. Es mejor acostarse en una cama deshecha que hacerlo en un sofá porque te has enfadado con tu contrario, o que pasar la noche en la puta calle porque es el mundo el que se ha enfadado contigo. Es mejor tener una Navidad pequeña y limitada que no tener ninguna.