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Cuando a los once años de mi amigo Félix les hicieron salir del estudio del internado, la expectación se apoderó de todos. Su padre hablaba ... con el fraile de turno y las malas notas de Félix, aquella quincena, no presagiaban nada bueno. De pronto, el padre dio dos bofetones a su hijo y dijo, con voz que todos oímos: «Y, si vuelve a pasar otra vez, llámeme, que vengo». No volvió, porque las notas de mi amigo mejoraron bastante, pero algún profesor, cuando Félix se distraía, sacaba la cantinela: «Cuidado, Félix, que llamo a tu padre». Este hecho no era frecuente en el colegio, pero tampoco era excepcional. Sin llegar a los tiempos de mi abuelo, en los que el maestro llevaba una dura vara de fresno, para dar en la cabeza a los enredadores o torpes en la lectura –y que hacía que mi abuelo dijese, al levantarse, «Padre, pégueme, pero no voy a la escuela»–, la frase más repetida por los padres, cuando se encontraban al maestro por las calles del pueblo, solía ser: «A mi hijo dele fuerte y sin miedo, que tiene la cabeza dura».
He conocido frailes y maestros de todo tipo: el que nos daba con un silbato de hierro en la cabeza por no formar bien la fila; el que nos retorcía la oreja por no leer bien en francés; el que castigaba sin comer; el que daba reglazos, con cualquier disculpa, porque no hervía la leche en polvo americana; el que... Hasta conocí a uno que mordía en la oreja al que leía mal –por cierto, en ese pueblo tenían fama los niños de leer muy bien–. Y también he conocido santos profesores a quienes hacíamos la clase imposible. Y unos y otros nos enseñaron letras y a distinguir el bien del mal.
Cuento esto para mostrar el contraste con la actual enseñanza, en la que hay padres que suelen negarse a aceptar las fallas de sus hijos y discuten con los profesores, incluso acerca de lo que no conocen. Viene a mi recuerdo el día en que llegó una madre a tutoría, alabando de tal forma a su hijo que obligó a contestar al tutor: «Espere que le enseñe la foto de su hijo, porque creo que estamos hablando de diferentes personas».
Todos sabemos que la famosa frase: «Las letras con sangre entran» no tiene cabida en nuestra sociedad, pero, como dice el refrán: «Ni tanto ni tan calvo». Un poco de disciplina quizá evitaría tantas visitas al psiquiatra, sobre todo un poco de disciplina en el uso de pantallas, que les llevan a vidas paralelas que poco tienen que ver con la realidad; y que les enseñe a distinguir el bien del mal, que, aunque parezca una 'boutade', algunos no lo distinguen.
Me encontré, hace poco, con mi amigo Félix, el del padre severo, y, comentando los tiempos del internado –curiosamente los dos acabamos de profesores–, me dijo: «Después de todo lo que nos tocó pasar, tampoco hemos salido tan mal». Pues eso.
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