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Reconforta, y mucho, asomarse al balcón a las 20 horas y contemplar la otra España. La mayoritaria. La que aplaude a los profesionales sanitarios que se dejan la piel pese a los recortes sufridos en la última década. Pero hay más: farmacéuticos, fuerzas de seguridad, ... militares, empleados de supermercados y tiendas de alimentación, transportistas, agricultores, carteros –golpe bajo de Correos con el 'no-reparto' de la prensa diaria–, gasolineros, limpiadores, basureros, periodistas, estanqueros, empleados tecnológicos (y otros que seguro me dejo)... Mucha gente que se juega el tipo.
Desde el balcón, la ciudadanía ha trasladado su imaginación al poder –moral, que no ejecutivo– y cada día saca de la chistera canciones, eslóganes, silbatos, luces de colores, bocinas, instrumentos musicales, arengas imaginativas. La gran mayoría, además, está cumpliendo el confinamiento o tomando las medidas protectoras.
Ocurre, sin embargo, que también se observa desde el balcón la insolidaridad de quienes, pasándose la ley por el arco de triunfo, campan a sus anchas por la calle, exponiéndose ellos al COVID-19 y extendiéndolo a los demás sin empatía alguna.
Frente a la mayoría cívica, algunos políticos –y también sus voceros mediáticos–, siguen a lo suyo: alentar el odio, crear división, acaparar protagonismo, apostar «al cuanto peor, mejor», difundir falsedades... Ni en una situación tan excepcional como la que padecemos, son capaces de aparcar su sectarismo, su fobia, su ego, su bandera...
Parafraseando al poeta Miguel Hernández, es «el cainismo español que no cesa».
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