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De la experiencia de pisar a ras de suelo nace la constatación popular de que torres muy altas han caído. Como desde abajo todo parece elevado es fácil deducir que si caes de muy arriba mayor será el estropicio. Si estuviéramos leyendo una historieta de ... Mortadelo y Filemón veríamos la imagen del primer ministro británico, Boris Johnson, en caída libre desde un rascacielos de la City pidiendo un paracaídas y besando en la última viñeta la acera más plano que un sello de correos y con un chichón del tamaño de una calabaza surgiendo de su rubia cabellera. No me extraña que el vértigo sea una forma de prevenir las caídas porque evita asomarse a precipicios.
Ya sé que exagero, pero últimamente así me imagino a Boris Johnson. Este campeón de la frivolidad pública se encuentra rodeado de escándalos y decepciones, como si una nube negra se le hubiera situado encima y lo siguiera como su sombra produciendo una tormenta tras otra. La gestión de la pandemia y los escándalos lo tienen acorralado. Su popularidad cae en picado dos años después de haber sido elegido por abrumadora mayoría. Tuvo la innegable habilidad de seducir a los británicos con un populismo, con gotas de estimulación patriótica, que rozaba lo populachero. Se hizo fuerte ofreciendo un país de cuento y prometiendo un mundo de vainilla y chocolate cuando se fueran de Europa. La decisión, el 'brexit', dividió al país y a varias generaciones. Hoy el 52% de los británicos considera que la salida de la UE está mal gestionada y que todo ha empeorado; solo el 18 % cree que la ruptura ha sido un éxito.
Hoy ya nada es de color de rosa ni para Johnson ni para nadie. El Partido Conservador ha sido multado por ocultar ingresos recibidos de empresarios para costear las obras que Johnson ordenó en sus apartamentos privados en Downing Street. Dos de cada tres británicos reprueban su errática gestión y en el propio Partido Conservador se ha fraguado una rebelión. Hasta 100 'tories' negaron su respaldo a nuevas medidas contra la pandemia tras conocerse la organización de fiestas privadas en su residencia oficial incumpliendo sus propias normas. Y es que en Boris casi todo es excesivo. Pertenece a esa clase de políticos que viven de la improvisación, el embuste y la palabrería fácil que seduce electorados creando expectativas imposibles. Y es que algunos confunden el carisma con la charlatanería o la impostura. Dicen lo primero que se les ocurre como solución a problemas complejos. Alejados de la moderación y el equilibrio se olvidan de que la realidad pasa factura y demuestra, tarde o temprano, que su liderazgo era un truco de ilusionista. Desde luego Boris Johnson no es Margaret Thatcher y ahora los británicos lo saben. Es arriesgado fiar el futuro a muñecos parlantes que caminan sobre pies de barro.
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