Juan García-Gallardo (así, con guion entre dos apellidos neutros que crean uno regio) no era nadie hace nueve meses. Políticamente hablando, digo. Hasta entonces militaba en esa recua de jóvenes con buena mata de pelo, barba de GEO y chaleco acolchado que exhiben un ... currículo lleno de trabalenguados másters en universidades de postín. Como sus amigos de montería, es posible que coleccionara improperios contra el Gobierno y sus socios, sintiendo nostalgia por un pasado rancio que no ha vivido y dispuesto a mucho más que prolongar el negocio familiar. Por ejemplo, afiliarse a Vox. El resto es conocido y fulgurante: número uno en la papeleta, un resultado histórico en las urnas y muchos boletos para ser ahora vicepresidente de Castilla y León. El mérito de García-Gallardo es limitado. Con todas las encuestas encumbrando al partido de Santiago Abascal y el PP empecinado en autoinmolarse, prácticamente cualquier cabeza de cartel hubiera obtenido un fruto espectacular. El crecimiento de la marca queda ya fuera de toda duda y escandalizarse por su ideario está acreditado que no lo frena. Entre todos los riesgos adjuntos a ese auge está la llamada al olor del poder (y del dinero) de advenedizos y oportunistas, que si las tendencias no cambian tienen un puesto aguardándoles tras la próxima noche electoral. En partidos como Vox sobran expectativas y faltan cuadros a puertas de la necesidad completar listas con nombres que, muy probablemente, serán algo más que un relleno. Da escalofríos pensar quién se subirá a ese carro ante el que ya hacen fila candidatos sin ninguna experiencia pero con mucho odio. Un suculento sueldo público sin oposiciones es más poderoso que cualquier ideología, y ya habrá tiempo para apuñalar a los propios compañeros cuando el viento deje de soplar a favor.
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