La tercera ola parece que toma tierra y el mal rato que hemos vuelto a pasar no nos ha hecho mejores. Aquel pronóstico acuñado cuando todo lo que era sólido estalló, quizás bienintencionado pero muy naif, se ha incumplido otra vez. No sólo eso, sino ... que algunos incluso hemos involucionado. La persona que ahora se refleja en el espejo al mirarnos en él es un poquito peor que antes de la pandemia. Se fía menos del vecino, aún siente alergia al dar abrazos, se escamotea de las restricciones cuando nadie mira y hasta se saltaría la fila para quedar vacunados él y los suyos cuanto antes. Ese ser que iba a renacer más bondadoso y sin embargo está inflamado de mezquindad ha desarrollado un rabioso sentido para criticar. Cuestionar esto y lo otro; censurar a éste y a aquél; recriminar por no hacer algo o hacerlo de manera sobreactuada. A la par que ha ido brotando esa deformidad, nuestro cuerpo ha desarrollado otra protuberancia en forma de sapiencia absoluta. La sobrecarga de datos, el aluvión de noticias sobre el virus, nos ha ungido de un conocimiento súbito y absoluto. De la noche a la mañana, somos epidemiólogos. Manejamos sin rubor términos como positividad, incidencia acumulada, intubación. Dibujamos curvas y retuiteamos mensajes de la OMS. Decretamos toques de queda y levantamos restricciones sin mover el culo del sofá. Y mientras tanto, los médicos de verdad, todo el personal sanitario al que se le ha quedado la marca de la mascarilla en la cara, se preguntan por qué ya nadie les aplaude si siguen volviendo a casa igual de agotados.

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