La camarera de un bar del centro comparte a media mañana sus cuitas con un cliente: mira hacia la barra vacía y atribuye la ausencia de clientela, inhabitual incluso en días con un tiempo tan desapacible, a lo de siempre. A ese factor que no ... se puede controlar, que va por libre, porque viaja en la conciencia de cada cual: el miedo. El miedo barre de ciudadanos las calles del corazón de Logroño en esta fría mañana de octubre, un invernal día de otoño que vacía de paseantes a primera hora el parque del Carmen. Un par de temporeros duermen todavía, tapados hasta los ojos, aplastadas sus camas de ocasión (unos cuantos cartones hacen de somier) contra la pared de la Jefatura de Tráfico. Un barrendero les mira con piedad mientras despeja de castañas y hojas secas el suelo que los logroñeses evitan pisar porque, en efecto, prende entre ellos el miedo.

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El miedo y la tristeza. Es tal vez la palabra más repetida. Pero avanza el reloj hacia el mediodía y alguna animación superior empieza a notarse. Es la vida recobrada, aunque en efecto: triste. Serán los cielos, que despiden algunas gotas de vez en cuando y se enrocan hoy en todas las gamas de grises, o será nuestro estado de ánimo, temeroso. Cargado de razones para serlo: los datos que ofrece la evolución del virus contribuyen a emborronar el ambiente y pesan sobre nuestros paseos ciudadanos a través de unas calles donde brillan (con su propia tristeza adherida) los letreros de 'Se vende' o 'Se alquila'. O esos otros igual de comunes, igual de fúnebres: 'Se traspasa por jubilación'.

A las doce, el termómetro marca 10,5 grados, cerca de esa cifra maldita que sirve como símbolo del ambiente que se respira: cerca de los cero grados que están por venir. Ni frío, ni calor. El tráfico peatonal se impone a esa hora sobre el rodado en el Paseo de las Cien Tiendas, donde un espíritu optimista detecta algún rayo de esperanza: obras en Suberviola, donde se anuncia una tienda de ropa y complementos. No hay muchas más señales que ayuden a erradicar esa atmósfera pesarosa que nos invade. Madrid, Salamanca, Pamplona, León, Palencia... Tal vez Logroño. «Está todo parado» confirma un contertulio en un bar de la calle Belchite. Unas palabras abrochadas por la inquietante imagen que condensa este paseo: sólo había filas de ciudadanos delante de una farmacia. Y de la oficina del paro.

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