No hubo debate. El yayo Tasio decretó unilateralmente que para qué íbamos a juntarnos este año la familia en Nochebuena. Argumentó que la Navidad es solo un convencionalismo más, que somos muchos y podemos vernos cualquier otro día, que no está el horno del virus ... para bollos de contagios. Por supuesto, no tratamos de disuadirle. Incluso aplaudimos ese arrebato de responsabilidad que en realidad nos dejó más tranquilos por su salud y la nuestra sabiendo, además, que la sociabilidad no es un artículo de primera necesidad para él. La decisión del abuelo no impidió que cenase con el despliegue propio de una fecha tan señalada y cumpliendo todas las medidas de seguridad recomendadas. Dejó las ventanas entreabiertas pese al frío y guardó exactamente un metro y medio de distancia respecto a sí mismo. Apenas habló para evitar sus propios aerosoles fluyendo por el salón –sólo se le escapó un sonoro ohohohoh cuando devoró la cazuela de patorrillo– y compartió el vaso donde se sirvió una generosa ración vino únicamente consigo mismo. Entre plato y plato se limpió las manos con hidrogel. También mantuvo la mascarilla puesta todo el tiempo que pudo, aunque a costa de mancharla de salsa cuando chuperreteó la cabeza de unos langostinos cocidos. La experiencia fue un éxito total. Comió tan bien y con la garantía de que ni sería infectado ni infectaría, que en Nochevieja repetirá cena en soledad y descorchará su mejor cava para brindar con una copa en la mano derecha y otra en la izquierda por que este año de mierda por fin termina.

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