Como saben, España está a la cabeza de los países cuyos súbditos gozan de una mayor esperanza de vida (que no una vida de la mayor esperanza) del mundo mundial. Antes de la pandemia era de 86 de años para las mujeres y de 81 ... para los hombres, lo que explica que solo en Logroño haya ocho mil señoras más que señores porque nosotros palmamos antes, intolerable discriminación de género que debería preocupar a la ministra de Igualdad bastante más que las miserias domésticas de la Rociíto.
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En Europa, hasta entrado el siglo XIX no se superaron los 50 años de esperanza de vida que todavía hoy apenas se alcanzan en África. La causa principal del espectacular aumento de la longevidad en los países ricos no es, como pueda pensarse, un buen sistema sanitario asistencial. Medidas de salud pública mucho menos costosas, pero más efectivas y tan elementales —para nosotros— como el suministro de agua potable y la correcta eliminación de las residuales, hacen más por la salud de una comunidad que disponer de un hospital comarcal. Un simple hoyo bien profundo donde la tribu pueda defecar proporciona más salud que un consultorio o un quirófano.
Naturalmente, los avances médicos en el diagnóstico y tratamiento de lesiones y enfermedades durante el último siglo y medio han contribuido a que vivamos tanto, aunque no siempre tan bien, pero hubo un tiempo en el que la gente se moría cuando tocaba, es decir, cuando enfermaba de males sin remedios tan asequibles hoy como un antibiótico, un anticoagulante o un corticoide. Entonces, la muerte se aceptaba como un acontecimiento inevitable ante el que nadie se rebelaba ni culpaba a nadie, porque la gente no se creía, como ahora, con derecho a una inmortalidad que se considera violada por el inaceptable desenlace de una muerte debida siempre a un fallo de alguien o de algo. Eran tiempos en los que los viejos no acababan su existencia monitorizados, sondados, cateterizados, intubados, sedados y solos, en una fría sala repleta de tecnología médica al cargo de abnegados expertos en supervivencia ajena, sino en la cama del dormitorio de su hogar, rodeados de sus cosas, de sus recuerdos y del calor y el amor de los suyos, de quienes podía despedirse antes de que el coma lo sumiera de forma natural en un plácido sueño sin despertar posible. Así recuerdo el adiós al abuelo Enrique en su alcoba, atestada de hijos y nietos tirados por el suelo que nos consolábamos recordando sus anécdotas y ocurrencias entre sonrisas extrañamente mezcladas con lágrimas, hasta que el aliento casi imperceptible del patriarca cesó. Y esa desearía que fuese mi última experiencia de la vida: disfrutar, cuando toque, del derecho a una buena muerte. Que eso, exactamente, significa eutanasia.
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