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Una mujer de cierta edad, o sea, vieja, se queda clavada ante los soldados que ejecutan su ballet castrense en la Plaza de los Héroes de Budapest: un paso adelante, atrás, media vuelta, rifle arriba, rifle a mano, caricia de la culata en el suelo. ... El vacacional olor de junio perturba sus sensaciones y de los ojos se le escapan bandadas de palomas.
– Yo ya he estado aquí. Frente a los tanques rusos.
Sus palomas chocan con las palomas que se alivian en las losas del paseo y revientan las sonrisillas de los vetustos trotamundos.
– Estoy segura.
– Yo también he estado aquí, por compromiso de familia, ya sabes, la coronación de Sissi. Es que nosotros somos más de carrozas que de tanques.
Un taconazo militar descarrila la temporalidad y el celuloide retrocede hasta el fotograma de la cría en el otoño de 1956. Con la comunión hecha, corretea en torno a la casa del Cordón, en Burgos, junto a una pandilla de mocosos y pipiolas. Celebran que no hay escuela porque muy lejos unos malos muy malos están zurrando a unos buenos buenísimos, tanques rusos contra rebeldes húngaros. La sempiterna violencia del poder es una fiesta. Los tiernos infantes adoran al dictador de El Pardo que, harto de dar leña en Madrid a estudiantes, profesores y allegados, se ha cabreado con el dictador del Kremlin por embestir con sus toros de fuego a pacíficos magiares.
Revueltos entre la apretada masa de fieles al régimen que braman y cantan cara al sol, con pancartas al viento, corretean como gatos, chocan, pisan, embisten. La vieja guardia duda entre asustarlos con el lobo comunista que viene a comerles la fe y el orden o inflarlos a coscorrones.
– Aprended la lección, que luego estudiáis y os hacéis rojos.
– ¡Republicanos!
– Mujer, no será pa'tanto.
– No te fíes, que son de Las Huelgas.
– Y de obreros de la Cellophane.
– ¡Comunistas! ¡Rusos!
Cae la tarde, las sombras dibujan un primoroso cañamazo en las piedras del edificio gótico, el círculo se cuadra, eleva el brazo con la mano planchada y empieza a cantar. Los peques se arrugan, se ven venir todas esas aletas a sus cándidos morritos.
– Nos van a cascar.
Inconscientes de haber inaugurado su trayectoria política se esfuman entre zapatos de charol y botas de cuero.
– Vámonos al río a navegar un rato.
Van, se amarran a la baranda del puente, fijan los ojos sin pestañear en el fluir de las aguas, que bullen insólitamente caudalosas, se marean, sus ojos bizquean y en dos minutos el destructor navega a toda velocidad Arlanzón arriba y Danubio abajo hasta llegar a Budapest en plena batalla.
– Si ya os lo he dicho, yo estuve aquí.
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