Vladímir Putin ha vuelto a demostrar su carencia de principios éticos al lanzar una lluvia de misiles contra objetivos civiles en el centro de Kiev y más de una docena de ciudades ucranianas en un ejercicio de fiera brutalidad y puro terror. Con ese «acto ... criminal», en palabras de la UE, el líder del Kremlin pretende vengarse por el sabotaje contra el puente del estrecho de Kerch, estratégico para la conexión entre Rusia y Crimea, la península que se anexionó de forma ilegal en 2014. Y, además, exhibir una pretendida fortaleza en contraste con el acelerado repliegue de tropas en el frente de batalla, que evidencia la precariedad de su Ejército y una caótica dirección militar. Sin embargo, si algo revelan los bombardeos indiscriminados contra la población civil es debilidad y frustración por el desarrollo de la guerra, aparte de una falta de escrúpulos inquietante en quien tiene a mano el botón nuclear y ha amenazado reiteradamente con utilizarlo. Si la tajante condena de la comunidad internacional no llama a la reflexión a Putin, deberían hacerlo su creciente soledad en ella y la también ascendente contestación social en su propio país pese al carácter represivo del régimen.
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