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Inevitablemente llega ese día en que el presente se convierte en un país extranjero, en una extraña ciudad repleta de ruinas y solares vacíos por la que ayer caminábamos con los ojos cerrados y hoy recorremos desvalidos como el niño pequeño que se ha perdido ... de la mano de sus padres. En contrapartida, la comarca de la memoria no cesa de crecer, y se nos puebla de fastuosos palacios con forma de antiguos cines olvidados, de desaparecidos bares de historia legendaria y parroquianos mitológicos, nombres que el viento de los años aventó y ahora solo unos pocos confabulados citamos con nostálgica emoción. Somos esos señores de verborragia incontenible que lo mismo clamamos en el desierto del buzón del lector que en ese speakers corner que es cualquier barra de la Laurel. Se nos verá empuñando un crianza o un generoso gintonic con la misma fe revolucionaria que en otras latitudes depositan en el AK-47. Vimos estrellarse naves en llamas en el césped embarrado de Las Gaunas; vimos brillar rayos C en la densa oscuridad del Área 7 o del Yoque, mientras soñábamos con un futuro mejor en el que el lerele dejase de ser una improbable utopía por este Septentrión recatado y pudoroso.
Cada vez que cae una de aquellas Puertas de Tannhäuser con las que cartografiábamos nuestra infancia estamos un poquito más lejos de casa. Yo cogí un autobús en la antigua estación un viernes cualquiera de este otoño desotoñado, y por supuesto no sabía que lo estaba haciendo por última vez, como cuando besamos y desconocemos en ese momento que nunca más regresaremos a esos labios, sin previo aviso, sin posibilidad alguna de elegir un cierre a la altura de la severa rigurosidad del recuerdo que nos espera. Nuestra estación siempre fue en blanco y negro, siempre fue doméstica, entrañable y un poco triste, como las propias casas que la abrazaban en una vecindad de broncos tubos de escape y humildes coladas tendidas como banderas de la pobreza digna y orgullosamente esclarecida. Uno no llegaba a una dársena, sino al corazón mismo de la provincia repleta de aburridos reclutas, seminaristas miopes y hortelanos que huelen a pana, tomillo y cuarterón. Yo creo que en Atraco a las tres, Cassen tenía el capricho de conocer Logroño solo por apearse en esa estación y hacer parada y fonda en la capital tierna y amarga de la mente azconiana.
Hoy disfrutamos una estación moderna y funcional, pero nunca más habrá coches de línea que viajen al pueblo idílico de la niñez, no habrá largos trayectos de tabaco, insomnio y carreteras nacionales que nos lleven lejos, muy lejos, hasta el remoto destino de nuestros sueños juveniles. Enredados en esa cosa extraña que dicen que es la vida no nos dimos cuenta de que hace ya mucho que partimos en viejos autobuses que se pierden en la niebla del ayer.
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