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Ahora que se avecina el otoño y con él la vuelta a la fatigosa vida cotidiana, todos deberíamos poder subirnos a un taxi amarillo, como Holly Golightly, para salir pitando a nuestro Tiffanys particular cuando caigamos en uno de esos malditos días rojos. Parapetados tras ... unas voluminosas gafas negras y con un descomunal vaso de café latte para beberlo a sorbitos. En mi caso, cada vez que me he mudado a una ciudad distinta –demasiadas ciudades, demasiados inicios– lo primero que he hecho ha sido olfatear como un gato cuál era el bar y la biblioteca más próximos en los que nunca me podría pasar nada malo. Me bastaban ambos para surtirme de la dosis necesaria de estupefacientes legales con los que engañar al miedo y establecer un campo base desde el que explorar la nueva tierra incógnita. Dice Irene Vallejo que formar una biblioteca es una manera de poseer el mundo. Y yo añadiría que también de cartografiarlo y poner a nuestra disposición la brújula y los mapas con los que recorrerlo sin extraviarnos demasiado. Una biblioteca es, también, una nave espacial con la que viajar al pasado para comprender los porqués cuando el presente se torna inhóspito e ininteligible.
Fíjense ahora, que no nos ponemos de acuerdo en si a los vaivenes ocasionados por la alternancia política le llamamos hecatombe y cerrilismo o, simplemente, consecuencias naturales de una democracia. Se nos ha llenado la calle de cesantes galdosianos, como el Villaamil de Miau, que maldicen el infortunio aparejado a esta versión moderna del frentismo entre sagastinos y canovistas, y no deja de tener su triste ironía la contradicción entre darle a nuestra biblioteca el nombre de una escritora que se reclama heredera de los Episodios nacionales, y el estado de desidia y abandono en que se encuentran las escasas obras del canario despeñadas por sus anaqueles. Ediciones feas, viejas, descuadernadas, en volúmenes inmanejables que solo pueden ahuyentar a ese lector medio de bíceps escuchimizados, o que sencillamente albergue un mínimo de escrúpulos higiénicos. Tal es la cosa que casi nos felicitamos por la ausencia de títulos fundamentales de la obra de quien, decimos, es nuestro mayor novelista junto con Cervantes, porque al menos los pobres están libres de la incuria menesterosa a la que se ven sometidos sus hermanos.
En estos recientes episodios provinciales, sería de justicia poética que el operario obligado a descolgar la placa en la que luce el nombre 'Almudena Grandes' corriese a empeñarla al Monte de Piedad, a sacar por ella sus buenos duros, con premura, eso sí, porque pocas cosas hay tan caprichosas y variables como la posteridad literaria. O la fortuna electoral, que nunca habría que confundir con el monopolio de la razón. Si acaso, a lo sumo redunda en unas cuantas verdades de quita y pon.
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