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Tuve que esperar a que abriera el primer restaurante chino de Logroño para descubrir que la perplejidad que había mantenido en vilo mi corazón durante años tenía nombre propio. La vida era agridulce como una ración de cerdo cantonés. No había vacaciones sin ese último ... día por el que se colaba el olor frustrante a lejía y lapiceros del colegio. El final de los sanmateos venía acompañado de un cierzo helado que amontonaba en las esquinas hojas secas y cenizas de romances estivales. La alegría es un árbol frondoso repleto de pájaros de colores, y uno solo, pequeño y gris, que canta en sordina la punzante melodía de la tristeza. Tristealegre el niño que se arroja a las fauces del Tragantúa y es excretado por el túnel del tiempo a una mediana edad de hipotecas, Lorazepam e infidelidades carentes de deseo. Tristealegre la feria, cuando se encienden las farolas, huele la noche a aceite hirviendo y algodón dulce, deambulan adolescentes obstinados y parejas solitarias, y el tiovivo le da cuerda a su música de hojalata.
Al Colorado lo conocí durante un verano en el que compartimos turno de noche en una fábrica de La Portalada. Tenía los brazos acribillados a pinchazos, una llamarada indómita sobre la cabeza y otra en los ojos como indicio del infierno que le quemaba por dentro. Aprovechábamos la pausa del bocadillo para fumar un cigarrillo tras otro en un patio exterior desde el que se adivinaba la franja brumosa del Ebro y el paso de los trenes nocturnos hacia Zaragoza. Allí el Colorado contó su vida como se cuenta una anécdota casual. Muy joven, había dejado su pueblo mísero y feo para recorrer otros pueblos igual de feos y miserables enrolado en una pista de autos de choque. Con veinte años la imagen de un mundo bien hecho todavía puede ser una sucesión de fiestas patronales. Su momento preferido era el cercano al cierre. De entre todas las muchachas que llevaban horas atracándose de pipas y recolocándose el escote, ya había elegido a cuál nombraría princesa del polígono, de la technorumba y de los placeres reservados al tráiler de la atracción. La subía a un auto chocón y en sus manos expertas giraban por la pista como protagonistas de un vals en el baile de gala del Palacio de Espejos. Aristocracia choni tristealegre. Días de vino malo y rosas plastiqueras de paki. Luego todo eso de lo que no se habla: los chutes, los tumbos entre clínicas y turnos de noche en cadenas de montaje. Tristealegres las ventanillas iluminadas de aquellos trenes que iban hacia el amanecer y que nunca nos llevaron de pasajeros. Tristealegre la feria cuando se amontonan en el suelo los cartones abandonados del bingo y en sus números queremos ver una señal, pero no sabemos de qué. Termina San Mateo, dicen que la vida cabal pasa por una plaza con trienios y transcurre en horario de oficina, y nosotros hemos vuelto de la tómbola con el mismo Doraemon de todos los septiembres. Ya nadie baila hasta que salga el sol. El otoño es un mamífero letárgico con las caderas oxidadas.
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