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En estos tiempos insulsos y apocados, en los que al mismísimo David Hasselhoff se le subiría a lomos de un patinete ñoño y ortopédico a resolver entuertos, las tractoradas suponen la irrupción en nuestras asépticas ciudades de un animal salvaje, antediluviano y totémico. Un John ... Deere festoneado de espigas, barro y enseñas rojigualdas constituye el perfecto mansplaining de ese mundo en vías de extinción que ofende a nuestra delicada pituitaria sostenible y digital, y que por eso llega a las baldas de nuestros supermercados envuelto en plástico, incoloro e inodoro. Por toda Europa miles de Aníbales se montan en sus monstruosos paquidermos borrachos de diésel y rabia para recordarnos, como en el famoso poema de Cavafis, que cuando la civilización declina y dedica sus fuerzas a sexar ángeles inevitablemente se produce el advenimiento de los bárbaros como una cierta solución. Hoy los Ángeles del Infierno sembrarían el pánico entre los buenos burgueses de la urba con piscina cabalgando cosechadoras y tractores. Hoy Loquillo reclamaría para su felicidad un tractor y no escupiría a los urbanos, sino a los funcionarios redactores de la PAC.
En nuestro país fue durante la década de los sesenta cuando comenzó a abrirse una brecha insalvable entre el campo, misérrimo, dejado de la mano de todos los gobiernos, y la pujante vitalidad de las ciudades. Posteriormente los desequilibrios de la globalización vinieron a darle la puntilla a esa herida, y clama al cielo que el malestar del mundo rural solo esté siendo capitalizado por la derecha más carpetovetónica o los delirios de un nacionalismo retrofuturista y xenófobo. El cazador barbárico de canana y tentetieso que constituye los sueños húmedos del voxerío, o la Tractoria con la cabeza hueca enroscada a la barretina que impulsa al independentismo catalán, no dejan de ser malas caricaturas que escamotean un problema real y urgente. Tanto es así que en las recientes declaraciones sobre el tomate español de Ségolène Royal, destacada figura del socialismo francés, solo se aprecia un lepenismo de recuelo. Y en esos casos la gente siempre acaba comprando el producto original. Hay una cierta izquierda que ha dejado libre el campo de batalla, desde el momento en que convirtió el ecologismo en una disneylización de lobitos buenos y chalados que pasaron de abrazafarolas a convertirse en abrazaárboles. Esos simpáticos ursulinos y ursulinas del agro que todo el verde que conocen es el que cabe en un gintonic de cocktelería. O dentro de un papelillo de liar. El campo real, analógico y ancestral, les produce tanta fascinación como horror, y así cuando hablan de él surgen el Andreas hosco y seminal de 'Un amor', o la violencia resentida y brutal de Luis Zahera en 'As bestas'. Nos gusta el campo, pero sin campesinos; con menos pedos de vaca y más retiros de reiki. Todo ideal, saludable e impoluto, como de pan sin gluten, como de leche de soja. Pero al final con las cosas de comer no se debe jugar.
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