Nos hemos habituado a que el clima político sea lo más parecido al teatro de variedades de Manolita Chen, a un tiovivo sin fin en el que se acumulan golpes de efecto, soponcios y éxtasis marianos y, sin embargo, no hace tanto tiempo todavía conservábamos, ... pese a nuestra particular idiosincrasia cerril, un cierto atisbo de dignidad institucional. Si esto es así, entonces, por decirlo a la manera de Vargas Llosa, «¿cuándo se empezó a joder el Perú, Zavalita?». Hay una anécdota reveladora. Casi en sus inicios de líder podemita, Pablo Iglesias tuvo la ocurrencia, ampliamente celebrada, de regalarle al reciente monarca Felipe VI un pack con los deuvedés de Juego de tronos. Para que se fuese enterando de qué va la alta política, las conspiraciones y cómo verdes las siegan a las testas coronadas. Cuentan que cuando Sabino Fernández Campos se enteró del gesto lo primero que le vino a la mente fue la noche del 23F, el momento en que el rey Juan Carlos mandó despertar al joven príncipe para que viviese los acontecimientos en primera persona, aprendiendo el oficio. En ese pack chulesco y plastiquero venía resumido todo lo que trajo la nueva política: de las cosas contantes y sonantes que atañen al comer, al tan cacareado relato de los hechos que ha acabado por suplantar la realidad misma. ¿Quién pretende contar con expertos en atención primaria o infraestructuras si las elecciones se ganan reclutando guionistas que, como Walter White, atiborran de metanfetaminas a los yonkis seriéfilos? De un presidente ya no se espera que tenga un programa de gobierno, sino el diseño de una serie en la que se acumulen inesperados giros de guion, nuevos personajes que sustituyan a los ya amortizados, y un perpetuo cliffhanger que nos lleve, como pollos sin cabeza, de unas elecciones a las siguientes, sin solución de continuidad. Aquello de la democracia aburrida y previsible se ha quedado como una cosa rancia de señoros de traje gris marengo y corbata funeraria. Reclamamos nuestro derecho a la experiencia histórica, irrepetible, aunque esta dure solo media hora, y se funda en negro con cada nueva intro de este bulímico atracón de ficciones interminable. Hemos dejado de ser ciudadanos para convertirnos en consumidores. Consumimos ideologías, consumimos identidades, rivalidades irreconciliables, lo que hoy nos parece incuestionable quién sabe en qué quedará durante la nueva temporada, siempre queremos más y diferente, otros discursos, otras causas, expresamos nuestra intocable libertad individual a golpe de like, de match, de reel, todo es volátil, todo es efímero, y eso es lo que deseamos y lo que consideramos moderno. Lástima que nuestros políticos, en su arrogancia, siempre se imaginen protagonizando The Wire o House of Cards, por ejemplo, cuando solo les da para algún cameo en Hostal Royal Manzanares. Y, mientras tanto, todos nosotros atrapados en un casposo y eterno Aquí no hay quien viva.

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