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Matías Iturza, octogenario, natural y vecino de un bucólico y apartado pueblo de los Cameros, andaba duro de oído pero aquella mañana escuchó con total nitidez ese clic metálico. Entonces cientos de fichas de dominó comenzaron a caer en cascada por su cerebro, como alguna ... vez había visto en televisión, y todas las palabras de Nuria, la doctora que venía de Logroño a pasar consulta, se convirtieron en manchitas rojas. Otra vez le regañaba como si él fuera un niño pequeño, en ese tonito cursi y aniñado que ya le resultaba familiar. Al parecer, además de viejo, lo consideraban imbécil total. Que si el vino, que si las comidas, y para colmo ahora se negaba a extenderle la receta de las pastillas de la Felisa, que como andaba mal del corazón le daba pereza bajar hasta el consultorio. Si no viene ella en persona no hay tu tía. O mejor aún, que vengan los hijos y se lo explico. Los hijos. Esos cabrones que no subían al pueblo desde el verano y que andaban detrás de quitarle el coche. Porque soy un peligro, dicen. Y entonces, ¿cómo hacemos?, ¿os vais a encargar vosotros de todo, hatajo de ababoles?

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