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La verdad suele ser apenas una nota a pie de página en el relato de la realidad. Estos días se asomó tímidamente a los medios la llamada de auxilio de Raúl Lacoste, propietario de la última fábrica de hilaturas que sobrevivía en Enciso, cuna de ... la industria lanera del Alto Cidacos. En realidad la empresa, fundada en los años 50, ya había cerrado por jubilación en 2019, y ahora el propietario solicita la ayuda de las Administraciones para preservar el lugar reconvertido en un museo dedicado a la tradición de las manufacturas textiles, de raigambre próspera y centenaria en nuestra tierra. Aunque esa prosperidad no haya sobrevivido a los tiempos actuales. Hay una ruta de los denominados pueblos 'pelaires', que fueron un febril hormiguero de telares, batanes, secadores o tintoreros, de Ezcaray a Ortigosa, de Laguna a Enciso, Munilla o Canales, y que, sin embargo, hoy en día constituye la desoladora imagen de la despoblación o, en algunos casos, del más absoluto abandono.
Esta noticia coincidió por fechas, que no por repercusión, con los tradicionales ecos que cada enero nos llegan desde el Foro de Davos, ese balneario suizo en el que se reúnen los mandamases mundiales, únicos para combinar el plumas con pinta del Primark con el jet privado, para profetizar en qué dirección circulará el futuro, cosa nada desdeñable cuando quien lo dice va al volante del Delorean. Hace unos años allí se nos anunció la buena nueva: «En 2030 no tendréis nada y seréis felices». A menudo parece que la gente corriente es refractaria al imperio de las sonrisas, pero qué sabremos nosotros de lo que nos conviene. La Revolución Industrial erigió fábricas y, a cambio de la plusvalía, nos regalaron quince días de vacaciones pagadas y el derecho al pataleo cada cuatro años; sus herederos del turbocapitalismo flowerpower las cierran por toda Europa, pero en su lugar levantan museos consagrados a la nostalgia del ayer, ese veneno dulce y anestesiante, o parques temáticos para solaz de ese niño pequeño que todos llevamos dentro, inconsciente, irresponsable e inocuo. Llevamos el futuro a las espaldas y, por primera vez, el progreso camina a paso de cangrejo. Hay quien avanza hacia 1714, y hay a quien en el reparto le ha tocado representar un idilio rural, con simpáticos taberneros, artesanos medievales y encantadores pueblos incomunicados.
Alguien debería decirle al señor Lacoste que su caso ya está resuelto. Todos vivimos en un inmenso museo al aire libre a expensas de unos visitantes que vienen con el ánimo entre arqueológico y divertido de quien accede a una reserva india. Tratándose de Enciso, además, su fábrica en estado de melancólico deterioro es la verdadera icnita del presente. Somos esos dinosaurios que van dejando huellas para consumo de la inminente nostalgia. Hace mucho que nuestra vida entró en la categoría de paleoaventura. Por fin descubrimos qué es lo que quería decir Monterroso en su famoso cuento: el dinosaurio era nuestro propio reflejo en el espejo.
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