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Con esta sobredosis de indignación y cólera que llevamos encima, a todos nos viene de perlas, durante estas fiestas, una ración doble de melaza navideña. Nos ha vampirizado un agotador tertuliano que desayuna ruido y furia, y ya es hora de aplacarlo con una terapia ... de shock a base de cuernos de reno, omnipresentes hilos musicales que disparan villancicos o infinitas reposiciones de Capra y Macaulay Culkin. Los muros, mejor livianos como aquellas montañas de corcho con las que adornábamos los belenes. No en vano, últimamente aparecen constantes alusiones a aquella famosa tregua de la Navidad de 1914, cuando de forma espontánea en los campos de Flandes se comenzó a entonar el Noche de paz en varios idiomas, y los combatientes, ateridos, embarrados, abandonaron sus trincheras para intercambiar whisky, chocolate y cigarrillos. También se jugó un partidillo que los boches, fieles a su costumbre, ganaron por 3 a 2. Todo esto, por cierto, ocurría a pocos kilómetros de Waterloo, y quizás resultase más práctico solventar ciertas cuestiones con una sencilla pachanga entre solteros y casados.
Un país es sobre todo un conjunto de recuerdos compartidos, y la caja tonta ha hecho más por la unidad de España que todas las monsergas institucionales. Por encima de nimias diferencias territoriales o políticas, somos esa generación que se quedó ojiplática con la teta de Sabrina Salerno en una Nochevieja inolvidable, los que podríamos reproducir de carrerilla el monólogo descacharrante de Encarna, la empanadilla y la mili en Móstoles. Nos une la confusión y perplejidad generadas por esos enigmáticos cuartos del reloj de la Puerta del Sol; malditos cuartos, que diría Marisa Naranjo en 1990, esas uvas que siempre son más que las campanadas, o menos, o se nos aparece el fantasma del codazo de Tassotti, mientras no hay nadie en esta casa que sepa hacer la maniobra de Heimlich y el abuelo se está poniendo morado, qué nos pasa con los cuartos, qué fue del miserable de Al-Ghandour, y otro año al que recibimos a puerta gayola porque lo de comerse las doce uvas es un imposible.
No se amohínen estos días, ni se hagan los duros. Es verdad que llevamos un niño dentro, y que nunca hemos sido tan felices como en algunas navidades pasadas. Solo contamos con la nostalgia para protegernos de la cuchilla del tiempo, que avanza en línea recta y no hace prisioneros. Con los años todo se acaba poniendo bonito, la capa de Ramonchu, el espumilón deshilachado y las peladillas coriáceas. Ya verán que logra el mismo milagro en el futuro, y que otros hablarán de las transparencias de la Pedroche, o incluso de aquellas míticas campanadas de Ibai en Twich. Por los que ya no están pero no se olvidan, por los que han llegado para enseñarnos que la vida siempre prosigue, por la casa común y cálida del pasado, por la ilusión de estrenar el porvenir, feliz año nuevo.
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