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Pertenezco, perdonadme, a esa última generación que vino al mundo en el pasado –un país brumoso, extranjero y del que apenas quedan noticias– y, para ... colmo de males, en Logroño. Pero no torzáis todavía el morro con desaprobación. Logroño, en los primeros ochenta, como la Vetusta de Clarín, era una ciudad heroica que dormía la siesta. Lo más parecido a un turista eran esos señores hiperbólicos que cada domingo bajaban de los pueblos. La vida, de hecho, era un purgatorio de interminables tardes de domingo sin planes, sin expectativas y sin tan siquiera el desplante rebelde de un desgarro. No conocíamos los tardeos, lo nuestro era ir tirando a base del humilde café, copa y puro. Logroño tenía la pátina desvaída y congelada de una antigua agfacolor, y soñábamos a una altura tan gallinácea que por héroes locales contábamos con la inmortal Triple T: Tolo, Teteno y Taburete. Pululábamos por la estrecha franja comprendida entre Portales y la Gran Vía como sombras de cine mudo. Éramos aquellos «provincianitos españoles, mínimamente compasivos, mínimamente enamorados» que cantara Roberto Iglesias. Yo ya me había conformado a un futuro sin sobresaltos, entre las bondades de un puestito municipal y la alopecia prematura, cuando dos hechos vinieron a anunciarme que otro mundo era posible. El primero tuvo lugar el 14 de junio de 1987. El gol de Noly fue un cohete que nos transportó de un punterazo a la España de primera división. De repente nuestro radio de acción no tenía por qué verse constreñido a campos de barro en lugares cuyo solo nombre despertaba bostezos. Lo más grande que ha hecho esta ciudad en cinco siglos es dejar para la historia el lema 'Gol en Las Gaunas'. Aunque ya no exista Las Gaunas. Ni tampoco el Club Deportivo. El segundo hecho decisivo fue el descubrimiento de que la ciudad rebosaba poetas en sus catacumbas, antros y sentinas. Por increíble que parezca, había un Logroño fulgurante en verso libre y endecasílabos. Fue como descubrirse vestido de frac. El paso natural tuvo lugar cuando Martínez Galilea organizó las primeras Jornadas Poéticas en 1999. Y ahí nos instalamos definitivamente en la Champions de la poesía. Bolaño o Watanabe, Cuenca o Trapiello, cada abril nos visitaban los Messis de la rima y la metáfora, y tan arriba nos vinimos que dimos por sentado lo que en realidad era extraordinario. Hasta hoy, que por ahorrarse dos duros pretenden darnos gato por liebre. A la señora Fernández, edil de Cultura, habría que preguntarle si lo de «poner en valor la poesía» o «crear un espacio abierto para compartir en libertad» es suyo o lo ha sacado de la IA. La señora Fernández gasta palabros de coach motivacional, hechuras de pijaza estilizada que integra el pilates con píldoras de Pablo D´Ors. Señora Fernández, para este viaje no hacían falta alforjas. Si nos va a vender humo, preferimos humo original con pedigrí progre. Coppini se lamentaba de que eran malos tiempos para la lírica, ¿y cuáles no? Sin Jornadas, volvemos a nuestra vieja condición de provincianitos prosaicos, somnolientos y aburridos.
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