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El pasado miércoles se celebró el Día del Libro, y este verbo cobra todo su significado en La Rioja a tenor de los datos manifestados ... por las recientes estadísticas. El 67,3% de nuestros paisanos declara leer habitualmente en su tiempo libre, lo que nos hace ocupar el quinto lugar en el ranking por comunidades autónomas. Aun más arriba nos encontramos en cuanto al número de librerías por habitante, donde gracias a un 8,07 por cada 100.000 obtenemos una meritoria medalla de bronce. Llámenme rancio, soso y aburrido, pero a mí estas cifras me producen mucha más satisfacción que cubicar las múltiples despedidas de soltero que somos capaces de embutir en la calle Laurel y aledaños. El terruñismo es cosa muy al día y provechosa en el actual mercado persa de las autonomías, pero frente a la épica de las grandes afrentas históricas, o al milenarismo trascendental transmitido genéticamente de padres a hijos, yo me quedo con la opción sabia y serena de contar con dos o tres librerías bien surtidas al alcance del paso lento del paseante ocioso de provincias. Con esto y poco más da para formar la patria ideal, quizás si le añadimos algunos cafés vetustos y señoriales donde departir sobre los libros adquiridos, bares para complementar la dieta estupefaciente, una floristería para llenar los jarrones de casa de flores frescas, quioscos con olor a tinta de rotativa, mercerías, colmados y ultramarinos. La imagen de la vieja Europa. No muy distinta al Logroño sedante y minúsculo de mi infancia y juventud. Recuerdo ingresar de la mano de mi padre, con los ojos encendidos, en Balmes o Quevedo, esas abigarradas leoneras que olían a polvo, papel y madera. Dependientes casi mitológicos uniformados en bata azul mahón eran capaces de extraer del caos el número atrasado de El Jabato o El capitán Trueno. De Don Sancho llegaban puntualmente en celebraciones y cumpleaños los ejemplares de Los Cinco o Los Hollister, pero también aires de modernidad en sus tres pisos escalonados y el acicate de que la lectura era un reto en el que ir ascendiendo peldaños. No lejos de allí, Paper&Book fue una exquisitez a la que mi generación llegó ya tarde. Con los primeros años de universidad merecimos ser tomados en consideración en el altillo de aquel Santos Ochoa primigenio de la calle Sagasta, o en las prácticas más ceremoniosas de la ya casi centenaria Cerezo. Cuento esto a la vuela pluma de la desmemoria, y pido excusas por las omisiones clamorosas que estaré cometiendo, sin querer olvidarme tampoco de todas aquellas pequeñas librerías logroñesas de barrio que hicieron de la proximidad un lugar más lujoso. Hasta llegar al día de hoy, en el que podemos presumir con orgullo de una abundancia de librerías que no desmerecen en nada a la oferta de ciudades mucho más populosas. Mientras haya librerías, por las calles de nuestras ciudades seguirá fluyendo la vida de modo libre, seguro y armonioso. Mientras haya libreros que, con su ojo clínico y miles de lecturas a la espalda, detecten nuestros sueños y melancolías, no seremos nunca un simple algoritmo. Nos vemos en nuestra librería favorita.
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